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En respuesta al editorial del 12 de diciembre de 2024, titulado “La institucionalidad prima sobre los apellidos”.
Recientemente, El Espectador, como es habitual, abrió un debate necesario sobre la defensa de la institucionalidad en el país. Estos esfuerzos son dignos de reconocimiento, ya que abordan temas cruciales y promueven un intercambio de ideas, incluso cuando existen diferencias. En ProCentrismo, un grupo de discusión ciudadana, analizamos el editorial titulado “La institucionalidad prima sobre los apellidos” y, aunque compartimos su propósito central, disentimos de algunos de sus principales argumentos. Permítanme explicar.
Estamos de acuerdo con El Espectador en que la defensa de la institucionalidad no debe ser ciega ni acrítica. Las instituciones, como productos de acuerdos sociales, están sujetas al escrutinio constante y pueden ser ajustadas respetando los procedimientos legales establecidos. En ProCentrismo, por ejemplo, hemos señalado la necesidad de reformar, sustituir o incluso eliminar instituciones como la Procuraduría, las personerías, las contralorías en sus diversos niveles y la Veeduría Distrital, dado que sus resultados a menudo no cumplen con las expectativas sociales. Esto, consideramos, no es atacar la institucionalidad, sino de defender el derecho a discutir de manera ponderada los argumentos para reformarla y mejorarla.
También coincidimos en que las instituciones no son entes impersonales; están representadas por individuos que les dan voz. Estas están representadas por personas cuyas acciones influyen directamente en su legitimidad y generan responsabilidades políticas y legales.
La responsabilidad política es una de las instituciones más importantes de la democracia, ya que limita el poder público y previene su transformación en una autoridad despótica. Por ello, no es aceptable que los representantes institucionales permanezcan pasivos frente a ataques que erosionan su legitimidad, como la incitación a la violencia, el racismo o las acusaciones infundadas. Estas acciones van más allá de los símbolos: son avances hacia el autoritarismo que deben ser repudiados para proteger el equilibrio democrático y la estabilidad institucional.
La madurez del debate público en Colombia exige que las acciones tengan las consecuencias correspondientes. Esto es especialmente cierto cuando las conductas reprochables provienen del presidente de la República, una figura que, en teoría, simboliza la unidad nacional y ostenta un poder significativo en nuestro sistema constitucional. En estos casos, las consecuencias no solo deben ser claras y evidentes, sino que se deben aplicar sin vacilación: nadie está por encima de la ley. Sin responsabilidad política ni consecuencias reales, las instituciones corren el riesgo de destruirse, no por quienes critican sus excesos, sino por quienes los cometen.
El comportamiento de los jueces en muchos casos ha sido un ejemplo de ponderación, y el país debe reconocer su papel en la defensa no solo de su institución, sino también de otras. Sin embargo, no se puede apagar un incendio echando gasolina al fuego, aunque esto parezca ser la preferencia de los pirómanos. Y tampoco es prudente permanecer en silencio frente a impulsos incendiarios, ya que esto solo fomenta su repetición.
El respeto no debe confundirse con sumisión. Exigir respeto y responsabilizar a quienes actúan de manera reprochable —independientemente de qué tanto poder tienen— es un mensaje muy importante que refuerza el compromiso con la institucionalidad y que debe resonar entre todos los colombianos.