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En respuesta al editorial del 17 de mayo de 2024, titulado “Cuidado con un golpe blando en la Universidad Nacional”.
En un reciente editorial El Espectador partió de una idea que parece ser incuestionable: la Universidad Nacional siempre ha gozado de “autonomía universitaria”. A raíz de la coyuntura, esa expresión ha sido ampliamente usada y se tiende a asumir que todo el mundo conoce su significado, como si se tratara de una realidad evidente. Por mi parte, considero que eso está bastante lejos de ser verdad. La autonomía universitaria no es un hecho que se imponga de manera incontrovertible ante todas las miradas; es, más bien, una disputa política en la cual podemos distinguir dos concepciones enfrentadas: la autonomía se entiende como un proceder de rutina burocrática, manejado por un reducido grupo de autoridades académicas y administrativas, o como la participación activa de estudiantes, profesores y trabajadores por medio de diversos mecanismos de diálogo y decisión como, por ejemplo, la consulta para elegir rector. Creo que la segunda idea es aquella que, de manera más auténtica, podemos denominar “autonomía”. Partamos de ahí para mirar al pasado y preguntar: ¿realmente la Universidad Nacional ha gozado de autonomía universitaria?
¿Es posible llamar “autonomía” a la repetida imposición de rectores en contra del voto de los estamentos universitarios? Eso sería como llamar “democracia” a un modelo donde las mismas personas son elegidas una y otra vez sin importar lo que vote la población. Ninguno de los últimos rectores que ha tenido la Universidad Nacional ha ganado la mayoría de los votos entre la comunidad universitaria. ¿Es eso autonomía? ¿Es autonomía la serie de decisiones de rectores y administrativos que han profundizado la crisis en los edificios de la Nacho, la falta de bienestar y el hacinamiento en los salones? ¿Es autonomía la falta de claridad en las investigaciones sobre presunta corrupción? ¿O será autonomía la cómplice desidia con que las autoridades académicas y administrativas han tratado los serios casos de acoso sexual y violencias basadas en género, ignorando las denuncias de estudiantes y profesores? ¿Todo eso será autonomía? Si a estas preguntas respondemos no, entonces la conclusión, de nuevo, se impone: la Universidad Nacional no ha contado, en realidad, con autonomía universitaria plena. Por ende, las acciones del Gobierno nacional y el movimiento estudiantil y sindical de la Nacho no socavaron ni pusieron en riesgo la (supuesta) autonomía; por el contrario, su exigencia de respetar el voto de la mayoría es un camino para su construcción.
El editorial de El Espectador hizo un llamado a “devolverle la legitimidad a la Universidad Nacional y que no continúen las protestas que hemos visto”. Con ello, pareció indicar que la Universidad Nacional carecía de “legitimidad”, pues no se puede devolver aquello que no se ha perdido. Pero si la legitimidad de la Universidad Nacional estuvo en riesgo, no fue por las acciones de Petro o la comunidad universitaria movilizada, sino por el grupo del autodenominado rector Ismael Peña, quien se aferró, de manera dogmática y contra los límites de lo legal, a una realidad que más tuvo de “autocracia” que de “autonomía”.
Por Nicolás Martínez Bejarano
