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En respuesta al editorial del 11 de mayo de 2022, titulado “Por fin un acuerdo”.
En “Los dioses deben estar locos”, famosa película de los años 80, el protagonista, miembro de una tribu nómada del desierto del Kalahari (al sur de África), emprende su recorrido hacia el fin de la Tierra para deshacerse de una botella de Coca-Cola que ha caído del cielo, causando estragos en la comunidad. El personaje resulta apresado por dispararle una flecha a una cabra que tiene dueño. Su encierro, como castigo impuesto por unos hombres diferentes a él, que tampoco hablan su lengua, implica su muerte, aunque ese no es el desenlace final.
A comienzos de marzo, un indígena perteneciente a la comunidad embera katío fue encarcelado como sospechoso de participar en el linchamiento por el cual murió un conductor de un carro de basura que antes arrolló y causó la muerte de una mujer embera embarazada y su hija. Estaba asentado temporalmente con un número grueso de comunidades indígenas en el Parque La Florida —en las afueras de Bogotá—, donde fueron reubicados por el distrito después de asentarse en el Parque Nacional —en el centro de la ciudad—, adonde retornarían después y llegaron meses atrás debido a la guerra y el abandono en sus territorios. La condena por homicidio impartida por la justicia del “hombre blanco” quizá no se entendió en la comunidad en proporcionalidad con la muerte de la mujer embarazada y su hija.
Aunque los espacios, tiempos y circunstancias de ambas historias difieren, se cruzan en el desencuentro de dos visiones de mundo en torno a lo justo y lo digno. Aunque en el caso de los emberas resulta importante pero incierto que tras ocho meses se haya logrado un acuerdo para garantizar el retorno seguro de las comunidades a los territorios, no es menor que se requiriera un saldo de ocho largos meses, la muerte de 10 miembros de la comunidad y la condena de uno de ellos, todo ello en medio de condiciones de precariedad sanitaria y desabastecimiento, ante la indolencia e indiferencia local y nacional.
No fallaron solo las autoridades distrital y nacional en garantizar respuestas oportunas y dignas de diálogo, y no de fuerza y superioridad, ante los reclamos y según los derechos de estas comunidades, que llegaron a la capital para ser escuchadas y visibilizadas; fallaron también las instituciones educativas aledañas al parque y las del resto de la ciudad, que desaprovecharon la oportunidad de encuentro y diálogo con ese otro que no fue visto pese a estar cercano durante estos meses. Los medios, así mismo, perdieron la oportunidad de revertir relatos discriminadores y reduccionistas de las problemáticas en los territorios; la ciudadanía, a su modo, hizo eco de ello al considerarlos solo como invasores y destructores de un parque emblemático y no en su calidad de ciudadanos con derechos y saberes propios, provenientes de territorios a la deriva y en conflicto. La ceguera no alcanzó para compartir solidariamente y comprender, al menos, su permanencia en resistencia.