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En respuesta al editorial del 25 de enero de 2025, titulado “Reforma laboral: la política sí sirve (cuando quiere)”.
El reciente editorial según el cual la aprobación de la reforma laboral representó un triunfo democrático y un avance en materia de derechos ignora un hecho fundamental: si no hubiese sido por la insistencia del gobierno Petro en mantener en la agenda esta reforma —incluso tras su hundimiento inicial— y su propuesta de convocar una consulta popular, el Congreso jamás la habría resucitado.
La versión que presenta al Legislativo como garante de los derechos laborales, actuando por convicción institucional, omite que la aprobación de la reforma fue una reacción defensiva, motivada por el temor a un desbordamiento del respaldo popular hacia el Ejecutivo. No fue el patriotismo ni el sentido de justicia social lo que movió a los congresistas a cambiar de parecer, sino un cálculo pragmático: evitar que una consulta les quitara el control político de la narrativa.
Se plantea que el Congreso ha probado estar funcionando al haber aprobado otras reformas, como las tributarias y la pensional. Sin embargo, ese argumento no sostiene la idea de un funcionamiento autónomo y armónico de las instituciones. En realidad, refleja que en cada caso ha sido la presión del Gobierno, su capacidad de movilización y su constante apelación al respaldo ciudadano lo que ha forzado, más que persuadido, la toma de decisiones. La democracia no se define solo por el uso de los canales institucionales, sino por la sinceridad de los consensos que estos expresan.
Decir que la amenaza de una consulta no fue decisiva en la aprobación de la reforma es subestimar su efecto. Fue precisamente ese anuncio el que aceleró los tiempos y encendió las alarmas entre sectores políticos reacios a una transformación laboral. La consulta puso sobre la mesa no solo el debate sobre la reforma, sino también sobre la legitimidad del Congreso como vocero de la ciudadanía. Fue esa amenaza la que obligó al Legislativo a actuar, no una voluntad libre y anticipada de garantizar mejores condiciones laborales.
Reconocer los avances técnicos de la reforma no implica desconocer que su origen no fue un acto genuino de deliberación, sino el resultado de una presión política legítima, pero indudablemente forzada. La oposición —que primero bloqueó la reforma sin argumentos sólidos— y luego la aprobó por temor, demostró más oportunismo que coherencia.
Por tanto, más que celebrar una madurez institucional, deberíamos preocuparnos por una clase política que actúa más por miedo a perder poder que por compromiso con la justicia social.
Desde El Espinal, Tolima.