Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El miedo al poder femenino sigue vivo, disfrazado de juicio moral.
La serie Monster: The Story of Ed Gein ha devuelto a la conversación pública nuestra vieja fascinación por el mal con rostro humano. Pero, entre asesinos y juicios, aparece una figura que resuena como un eco del siglo XX: Ilse Koch, la llamada “perra de Buchenwald”. Condenada en la posguerra por crímenes en un campo de concentración nazi, su historia sobrevive más por su mito que por los hechos. No fue solo juzgada por la justicia, sino también por la mirada.
El historiador Tomaz Jardim muestra cómo la prensa y los tribunales de su época convirtieron su frialdad —su falta de lágrimas— en prueba de monstruosidad. En un hombre, esa rigidez habría sido vista como firmeza; en ella, fue el signo del mal. Su “resistencia emocional” fue interpretada como perversión. Cuando una mujer no se quiebra, el mundo tiembla.
Quizás por eso, cada vez que una mujer ejerce poder —desde un estrado, un micrófono o una historia— algo se desordena. En la posguerra, ese poder fue castigado con el mito. En las pantallas actuales, sigue siendo narrado con morbo o miedo. Seguimos necesitando monstruas para reafirmar el orden, para convencernos de que el mal tiene un rostro femenino que podemos odiar sin culpa.
Desde Bogotá, donde la prensa convierte a diario el dolor ajeno en espectáculo, pienso que la figura de Ilse Koch no pertenece solo al pasado. Habita también en la forma en que seguimos mirando a las mujeres que no piden permiso, que no se disculpan, que no lloran cuando se espera que lo hagan.
Quizás el mundo se desordene no por ellas, sino por lo que reflejan: una verdad incómoda. Que el poder no tiene género, pero la culpa sí. Y que aún hay algo en la sociedad que se desordena —y se asusta— cada vez que una mujer no pide perdón por existir.
Paula Alejandra Ramos Machuca
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
