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Desde al menos los años 60, Colombia ha sido una verdadera cantera de combatientes para conflictos extranjeros. Esta tendencia se fortaleció con la llegada de la instrucción militar estadounidense y el Plan Colombia, y luego se consolidó a finales de los 90 y comienzos de los 2000, cuando los exmilitares empezaron a ser contratados para Irak, Afganistán, Libia, Sudán y, ahora, Ucrania. Así, lo que hoy vemos en los titulares —colombianos viajando a Ucrania para enlistarse como mercenarios— es apenas el episodio más reciente de una historia que se remonta a décadas atrás.
Más allá del escándalo mediático, este fenómeno debería llevarnos a una reflexión profunda sobre el país que hemos construido y las lógicas de violencia que nos habitan.
¿Por qué un colombiano estaría dispuesto a morir en un conflicto geopolítico entre potencias, a miles de kilómetros de su hogar? La respuesta más fácil —y la más dolorosa— es el dinero. Pero no se trata solo de pobreza: se trata de lo que hemos hecho como sociedad con el cuerpo y la mente de miles de jóvenes que pasaron por el Ejército, o incluso por grupos armados ilegales, y que hoy no encuentran otro proyecto de vida que seguir empuñando un fusil.
No nos engañemos: esto no es nuevo. La guerra en Colombia, especialmente en los últimos 40 años, ha sido también un fenómeno económico. Para miles de hombres —la mayoría de ellos provenientes de sectores populares y rurales— ingresar al Ejército, a la Policía o incluso a un grupo armado ha sido la única forma de tener comida, techo y un salario. En muchos casos, el conflicto no fue una causa por la que lucharon, sino una estructura que los atrapó.
Ahora esa estructura se ha internacionalizado. Los mismos hombres que alguna vez combatieron en las selvas del sur, en las montañas del Cauca, en las llanuras del Meta o en los barrios de Medellín y Buenaventura —muchas veces bajo órdenes que ni siquiera comprendían del todo— hoy son contratados por empresas privadas para morir en Ucrania, Siria o Yemen. Seguimos siendo carne de cañón, pero esta vez en escenarios globales. Y lo más grave: sin un debate nacional profundo, sin una política pública clara y sin un país que se atreva a preguntarse por qué permitimos que esto suceda.
La exportación de violencia no es un fenómeno individual. Es el síntoma de un fracaso colectivo: el de un país que nunca supo qué hacer con sus soldados, con aquellos jóvenes formados para la guerra y luego retirados del servicio sin un rumbo claro. Hombres que, tras años en la institución armada, terminaron enfrentando el desempleo, el abandono institucional y una sociedad que los ve como herramientas descartables. Si no transformamos de fondo la relación entre economía y guerra en Colombia, seguiremos alimentando conflictos ajenos mientras seguimos perdiendo los nuestros.
Como autor de estas líneas, me atrevo a decir que lo que vivimos no es solo un fenómeno político o económico. Es, sobre todo, un reflejo cultural. En Colombia hemos naturalizado la guerra, la disciplina armada, el uniforme, el arma, la obediencia al mando sin preguntas. Hemos construido una cultura que valora más al hombre armado que al hombre educado, que honra al que obedece órdenes antes que al que las cuestiona. Por eso, cuando nuestros soldados se marchan a guerras extranjeras, no solo se llevan su entrenamiento: también exportan una parte de lo que somos como sociedad. Si no transformamos esa cultura, todo lo demás serán parches sobre una herida que sigue abierta.
Fredy Guzmán
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