No es posible sentir el dolor de una madre que ha perdido un hijo, máxime si esa pérdida es la conclusión de una larga y dolorosa enfermedad. Lamentablemente, vivimos en una sociedad que prefiere crear símbolos alrededor de cualquier tragedia, por dolorosa que sea, antes que enfrentar la realidad en la que sobrevive la mayoría. Así, la muerte de una niña víctima de una enfermedad para la cual no se conoce tratamiento (“Importante reconocimiento del Estado”, editorial de El Espectador, 24 de octubre de 2025) termina convertida en un acto de reconocimiento que no tiene posibilidad de mejorar la situación de nadie y cuyo significado está orientado de antemano más a conmover sensibilidades que a proponer soluciones.
Entiendo la crueldad implícita en esta afirmación, y no es mi intención sugerir que se abandone a estos pacientes ni a sus familias. Es simplemente el reconocimiento de que las limitaciones impuestas por nuestra economía obligan a aceptar que son muchísimas más las madres que han tenido que enterrar hijos por causa de enfermedades prevenibles y curables que aquellas que han visto morir los suyos por enfermedades raras. Y muchísimas más todavía las que verán a sus hijos crecer sin haber logrado desarrollar las capacidades necesarias para acceder a una vida digna.
En su reportaje en El Espectador, “Madres del desierto: las barreras que se deben romper para parir con dignidad en La Guajira”, informan Laura Catalina Peralta y Valentina Santiago que en ese departamento mueren durante el parto aproximadamente 1.000 madres cada año (98 por cada 100.000 habitantes, en una población de poco más de un millón) por falta de atención médica. Y si en La Guajira llueve, en el resto del país no escampa. En el reporte “Los datos claves para entender qué pasa con la pobreza en el país” (El Espectador, 22 de abril de 2025), se muestra que la pobreza multidimensional en Colombia ronda el 11,5 %; es decir, que aproximadamente seis millones de colombianos no tienen acceso a los servicios básicos indispensables para asegurar su salud y bienestar.
Si consideramos que el 34 % de los colombianos son menores de 18 años, podemos ver que cerca de dos millones de niños están preparándose para vivir una vida de miseria. Son los niños que crecen en hogares sin agua corriente ni alcantarillado, que regresan del colegio con hambre, que no encuentran en casa a quien pueda ayudarlos con sus deberes escolares y que no pueden dormir porque sus vecinos tienen los equipos de sonido a todo volumen. Niños que no adquirirán la preparación necesaria para convertirse en ciudadanos responsables y trabajadores productivos.
Entiendo que el Estado debe trabajar para todos, y reconozco la dificultad de trazar líneas que puedan interpretarse como barreras que excluyan situaciones extremas. Pero también debemos comprender que no es con símbolos, buenas intenciones y proyectos dirigidos únicamente a atender las necesidades de grupos especiales como vamos a construir un país que funcione para la gran mayoría.
Ricardo Gómez Fontana
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