El 9 de septiembre, un editorial celebraba como “necesaria” la suspensión del cese al fuego entre el Estado y las disidencias de las FARC. El texto sostenía que esa medida era un paso responsable del presidente Gustavo Petro frente a la violencia. Sin embargo, nada más alejado de la realidad: lo que estamos presenciando no es una decisión responsable, sino un retroceso político y militar que condena a miles de comunidades al abandono, reabre el ciclo de la guerra y perpetúa la incapacidad histórica del Estado colombiano para resolver sus conflictos por vías democráticas.
Para empezar, el editorial ignora datos duros: desde el Acuerdo de Paz firmado en 2016 hasta 2023, la Misión de Verificación de la ONU ha documentado una reducción sostenida de homicidios en los territorios priorizados. Mientras en 2002 Colombia superaba los 28.000 asesinatos anuales, en 2022 la cifra fue de 13.442 (Medicina Legal). Aunque la violencia persiste, el proceso de paz fue el único factor que permitió esa disminución histórica. Pretender que romper un cese al fuego “garantiza seguridad” es desconocer las cifras: cada ruptura previa (como en 2002 y en 2008) disparó las masacres, el desplazamiento y el reclutamiento forzado de menores.
El editorial habla de “poblaciones atrapadas” entre los grupos ilegales, pero omite que la militarización jamás ha liberado a esas comunidades. Basta revisar el Informe Final de la Comisión de la Verdad (2022): los mayores responsables de violaciones de derechos humanos en zonas rurales fueron, precisamente, la Fuerza Pública en alianza con grupos paramilitares. ¿De verdad vamos a repetir la receta que ya fracasó durante décadas?
Además, el texto se queda en lugares comunes: “dificultad”, “necesidad”, “responsabilidad”. Nada dice de los 6,5 millones de desplazados internos (según ACNUR), de los 380 excombatientes asesinados desde la firma del acuerdo (ONU) o de los 134 líderes sociales asesinados solo en 2023 (INDEPAZ). Si la decisión de acabar con el cese al fuego fuera tan “necesaria”, ¿cómo explica el editorial que siempre los muertos sean los mismos: campesinos, indígenas, líderes comunitarios? Nunca los generales en Bogotá ni los editorialistas de escritorio.
El texto también pretende instalar la idea de que negociar con disidencias es ingenuo. Pero la evidencia contradice esa narrativa: el Acuerdo de Paz con las FARC permitió la dejación de 13.000 armas y la reintegración de miles de excombatientes. Hoy, gracias a ese proceso, 300 municipios que vivieron bajo fuego constante tienen alcaldes electos, proyectos productivos y, aunque limitados, espacios de participación ciudadana. Negociar no es ingenuidad: es la única fórmula que ha demostrado reducir la violencia.
Por último, pero no menos importante, el editorial comete la peor irresponsabilidad: legitimar el regreso de la “seguridad democrática” como solución. Ya conocemos ese libreto: ejecuciones extrajudiciales (“falsos positivos”), corrupción militar y miles de jóvenes asesinados para inflar estadísticas. Hablar de una “decisión necesaria” sin mencionar esos crímenes de Estado es, en el mejor de los casos, una ceguera selectiva; en el peor, complicidad con la repetición.
Juan Camilo Montes Muñoz
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