
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Héctor Osuna lleva décadas construyéndose como un maestro de la caricatura política en Colombia. Sus trazos sobrios, su humor contenido y su mirada crítica lo han convertido en uno de los pocos caricaturistas que entiende la viñeta como un acto de pensamiento, no solo como uno de entretención. Esa autoridad moral e histórica en su oficio obliga a prestarle atención cuando publica una obra como “Países aliados”, publicada en El Espectador el 8 de diciembre.
Pero, paradójicamente, esa misma autoridad hace que se invite a la reflexión crítica. En la caricatura, dos hombres dialogan sobre las amenazas de Donald Trump contra Colombia: “Grave si Trump nos hace la guerra”, dice uno; “Ni tanto -responde el otro-, porque contaríamos con la ayuda militar de EE. UU.”. Ese diálogo, presentado como conversación callejera, encierra una paradoja que funciona a la vez como humor y diagnóstico: ¿cómo puede ayudarnos militarmente el mismo país cuya agresividad se teme? ¿Desde cuándo una amenaza externa se mitiga acudiendo a la protección de quien la formula? La frase condensa una lógica que durante décadas ha moldeado nuestra política exterior: el miedo a grandes potencias.
Eso ya nos lo sabe contar Osuna. Pero me parece que hoy, ante la provocación de Trump -y ante la misma historia- deberíamos preguntarnos si esa lógica no es, en sí misma, parte del problema. Porque Colombia ya sufrió en carne propia lo que significa depender militar y diplomáticamente de Estados Unidos.
La historia nos lo recuerda a través de la pérdida de Panamá. Hasta 1903, Panamá fue parte de Colombia; ese año se prodigó la separación del istmo, apoyada decisivamente por Estados Unidos, interesado en construir y controlar un canal interoceánico. Luego, con la firma del Tratado Hay‑Bunau Varilla, Washington obtuvo derechos sobre la llamada “Zona del Canal”, asegurando su dominio y su control estratégico. Así pues, lo que en su momento se presentó como “ayuda”, “inversión” o “alianza”, se convirtió en una forma de subordinación geopolítica para los panameños. Hoy, con el regreso de Trump a la escena estadounidense, vuelve ese eco histórico: sus amenazas de retomar el control del canal suscitan temor en Panamá, y deberían servir de lección para nosotros.
Por eso, cuando Osuna parece relativizar la amenaza con una seguridad ofrecida por el agresor (“la ayuda militar de EE. UU.”), el chiste corre un riesgo: puede reforzar la idea de que nuestra seguridad depende siempre de otro. Puede naturalizar una dependencia estructural que ya nos costó territorio. Un nacionalismo moderado y responsable requiere justamente lo contrario: que Colombia recupere la dignidad de imaginarse como sujeto autónomo. No se trata de cerrar relaciones internacionales ni aislarse del mundo, sino de asumir que nuestra seguridad, soberanía y proyecto de país no pueden depender del capricho del vecino poderoso de turno.
Si el humor de Osuna nos invita a pensar, entonces vale la pena ir más allá de la risa. Vale la pena recordar aquellas pérdidas históricas y tomar en serio la advertencia: los “aliados” pueden cambiar de rostro, los intereses pueden mutar, pero el costo de la dependencia muchas veces lo paga quien espera que otro lo salve. El planteamiento es ingenioso, pero también incómodo. Osuna retrata con precisión la lógica de dependencia que ha marcado nuestra política exterior desde mediados del siglo XX, esa que nos llevó a naturalizar la idea de que cualquier crisis se resolvería, al final, con la “ayuda militar” del aliado mayor. La viñeta, al mostrar cómo esa mentalidad ha calado en el sentido común, corre el riesgo de reforzar una premisa peligrosa: que Colombia es, casi por definición, un país incapaz de pensarse sin el tutelaje de Estados Unidos. ¿No es posible, acaso, que ese “protector” se convierta algún día en agresor?
En un mundo convulso, lo más patriótico no es depender, sino construir desde adentro una Colombia capaz de sostener su dignidad, su soberanía y su futuro. No se trata de rechazar alianzas, ni de alimentar nacionalismos cerrados, sino de asumir (con la serenidad y la madurez de una nación adulta) que el país debe poder enfrentarse al mundo sin esperar que otro lo salve.
Jaime Humberto Silva Cabrales, historiador
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
