Creo en Jesucristo, vivo y resucitado. Creo con certeza en Su poder transformador, en Su amor incondicional, y en la verdad de Su Palabra que ilumina los caminos de quienes deciden seguirle. Esta no es una creencia tibia ni cultural; es una convicción profunda que define mi vida, mis decisiones y mi manera de entender el mundo. Pero también creo —con igual firmeza— en la libertad que Dios mismo nos dio: el libre albedrío.
Cada persona tiene el derecho de orientar su conciencia, su búsqueda espiritual y su vida según aquello en lo que cree. Nadie está obligado a creer en Dios. No hay potestad humana que pueda forzar la fe. No hay nada más absurdo que una fe impuesta.
En este contexto de libertad y búsqueda espiritual, se ha anunciado el congreso internacional de brujería, que tendrá lugar en Medellín. Como era de esperarse, una parte de la Medellín católica se ha indignado ante este evento, considerándolo una amenaza espiritual o una burla a la fe. Sin embargo, en medio de esa indignación, muchas voces parecen pasar por alto otras realidades profundamente preocupantes que empañan la vida eclesial y que, en parte, explican por qué muchos fieles buscan iluminación en otras dimensiones o expresiones de fe.
Escándalos, indiferencia pastoral, abusos no solo físicos sino también espirituales, estructuras frías y burocráticas, prédicas sin compasión ni cercanía...
Eventos como este congreso no son solo manifestaciones culturales o espirituales aisladas; son también síntomas de un clamor no atendido, de una sed de trascendencia que no ha sido saciada.
Desde mi perspectiva cristiana, tengo reservas profundas respecto a prácticas que considero ajenas –e incluso opuestas– al Evangelio. Pero también reconozco que vivimos en un Estado laico, donde el pluralismo es una realidad que no solo debemos aceptar, sino comprender.
Además, eventos como este evidencian un anhelo profundamente humano: el deseo de encontrar luz, guía, sentido, propósito. Muchas personas que hoy exploran otros caminos espirituales lo hacen no por maldad ni rebeldía, sino porque no encontraron en la Iglesia las respuestas, el consuelo o la acogida que necesitaban. Tal vez fueron juzgadas, incomprendidas, ignoradas. Y su búsqueda no desapareció, simplemente cambió de dirección.
Todos tenemos búsquedas. Todos buscamos sentido.
Negarlo sería deshumanizarnos. El problema no es que la gente busque; el desafío es que tantas veces no hemos estado como Iglesia a la altura de esa búsqueda.
La brujería, en sus muchas formas, ha sido parte de la historia humana desde tiempos inmemoriales. Algunos la ven como un camino espiritual, otros como tradición, otros más como espectáculo. Pero su persistencia nos recuerda que el corazón humano sigue clamando por algo más que lo visible, por una conexión con lo eterno, con lo sagrado.
Como cristiano, no temo al diálogo. No necesito aplastar al otro para afirmar mi fe. No me escandaliza que existan creencias distintas a la mía. Y aunque no comparto ni promuevo la brujería, creo que el respeto y la libertad son valores que deben prevalecer en cualquier sociedad democrática y madura.
Luis Alfredo Cortés Capera
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