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He leído con mucho interés el editorial del domingo de El Espectador (“Libertad de expresión y protección a las minorías”), pertinente y oportuno para reflexionar y debatir sobre un tema tan vital para una democracia como la libertad religiosa y de cultos, y la de expresión que a aquélla son inherentes.
No es para usted un secreto que soy defensor radical de las libertades públicas y de los derechos de la persona, sustancia del Estado de derecho y de la democracia. Pero creo que no podemos aplaudir sin reservas (reconozco que usted mismo las hace) una decisión como la de la Corte Suprema de los Estados Unidos, objeto de su comentario. Permítame unas breves consideraciones:
1. Ni las libertades más preciosas ni los derechos más estimables y excelsos son pensables siquiera como absolutos. Su titular es la persona humana cuya existencia sólo puede darse bajo circunstancias que la condicionan. Piénsese nada más en el derecho a la vida que, aunque se establezca como inviolable, no excluye situaciones como la legítima defensa y el estado de necesidad que legitiman el atentado contra la vida del agresor, en el primer caso, o de un tercero inocente en el segundo. Creo que si exceptuamos al antiguo alto comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo, ninguna persona sensata justificaría una sanción penal para el que se defiende del agresor injusto o actúa en circunstancias de hecho que hacen imperioso, para salvar su vida o integridad o la de un tercero inocente, atentar contra la vida o la integridad de alguien.
2. Cuando dos bienes (libertades o derechos) protegidos en la más alta normatividad entran en conflicto, la tarea del juez consiste en ponderarlos y analizar de qué manera y en qué grado la protección de uno de ellos implica el sacrificio del otro. Son los casos difíciles, que Manuel Atienza califica como trágicos cuando uno (y el propio juez) no se resigna al sacrificio total o parcial de uno de ellos, en beneficio del otro, pero resulta inevitable hacerlo.
3. Cuando se trata, en concreto, de la libertad de expresión, su protección fuerte consiste en la prohibición de la censura, que sí es absoluta. Es decir, nadie puede impedirme que diga lo que se me antoje. Pero si mi palabra hablada o escrita ocasiona, injustamente, daño a otro, yo asumo mi responsabilidad. Porque en eso consiste tener libertad: en que se me permita (jurídicamente) obrar, pero responsabilizándome de lo que hago. Por esa razón, las consecuencias jurídicas onerosas que subsiguen al ejercicio de esa libertad no pueden ser tan drásticas que terminen anulando su ejercicio, pero debe haberlas, pues de lo contrario se extendería carta en blanco de irresponsabilidad a quien quiera dañar valiéndose de la palabra como instrumento eficaz para causarlo.
4. En el caso que dio ocasión al pertinente editorial del periódico, habría que pensar simultáneamente en la defensa de un grupo minoritario, el de los homosexuales (causa liberal, si hay alguna).
Porque si se protegen de manera ejemplar las libertades religiosa y de expresión es porque se juzga que ellas no son frívolas o inanes. Ciertamente la palabra es el más valioso instrumento del ser humano para hacer el bien o para causar daño, y éste puede ocasionarse, en grado sumo, cuando en un medio fundamentalista y fanático se anatematiza a una comunidad minoritaria que, con inmensos riesgos y dificultades sin cuento, viene luchando por la vigencia de sus más elementales derechos.
¿Que no se impida a los fanáticos proferir contra ella injurias o improperios? De acuerdo. Pero que el desestímulo a esa conducta consista en una sanción irrisoria, haciendo aún más vulnerable a un grupo que ya lo es, me parece intolerable en una sociedad liberal y democrática.
Carlos Gaviria Díaz. Bogotá.
Del director del DAS
Leí con detenimiento el editorial del jueves titulado “Escándalos e inteligencia”, en el que se hace un claro diagnóstico de la situación que ha enfrentado el Departamento Administrativo de Seguridad en la última década y se expresa, además, la preocupación por el inmediato futuro de la entidad, que me honro liderar desde hace 26 meses.
En ese sentido coincido plenamente con estas apreciaciones sobre los problemas estructurales del Departamento, consignados en varios estudios y que retomamos desde mi llegada, con el fin de valorar lo allí planteado y poder elaborar y soportar de manera técnica la decisión del Gobierno Nacional de crear una nueva agencia civil de inteligencia estratégica y contrainteligencia.
Luego de que el Congreso de la República apruebe el Proyecto de Facultades Especiales, en el que se incluye la autorización para tomar decisiones frente a los departamentos administrativos, entre otros, tendremos un término de seis meses para estructurar la nueva agencia; en lo cual ya hemos venido avanzando, partiendo de los nuevos retos que nos impone el actual escenario en materia de seguridad y defensa nacional, y del proceso de transformación que en el ámbito mundial vienen teniendo otras agencias de inteligencia, con las que mantenemos una cooperación permanente.
A la vez que redefinimos el rol de la inteligencia estratégica y contrainteligencia en el país, el propósito es implementar una nueva cultura de la inteligencia en Colombia, en la que los ciudadanos comprendan el valor y la importancia de las actividades de inteligencia dentro de todos los ámbitos de la vida nacional. La nueva agencia contará con todos los controles necesarios para el ejercicio de las actividades de inteligencia y contrainteligencia, dentro del respeto por las libertades individuales y los derechos humanos.
Además, venimos trabajando de nuevo de manera conjunta a instancias de otras entidades del sector defensa y bajo el liderazgo de la Presidencia de la República, en el proyecto de la Ley de Inteligencia y Contrainteligencia, declarada inexequible por la Corte Constitucional por vicios de forma, el cual fija el marco legal para las actividades de inteligencia que desarrollan los organismos encargados de esta labor, con el propósito de presentarla a consideración del Congreso de la República en la próxima legislatura ordinaria.
Felipe Muñoz Gómez. Bogotá.
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