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La señora, furibunda, grita a su hijo de nueve años que haga algo para ganarse el plato de comida, aunque sea prendiendo el fogón, que es de leña… Fui testigo de la escena hace solo unos días en alguna vereda del norte de Cundinamarca, y el rostro pálido de aquel niño sigue fijo en mi memoria, así como la cruda realidad que le tocó en suerte, aquella de que tiene que ganarse el derecho a un plato de comida. Nada encaja: el niño no eligió venir a la vida, y menos tener que ‘ganarse’ la comida. Tristemente y de la misma manera, nuestra realidad nacional amplia hoy el ejemplo de cómo se negocia la inocencia de una buena parte de los menores de edad, cuya evidencia la encontramos una vez culminado el séptimo ciclo de los diálogos en el marco del proceso de paz. De allí salió un documento firmado por las delegaciones, en el que se dice que el “acuerdo compromete al Estado Mayor de Bloques y Frente de alias Calarcá a iniciar la implementación de una política de no incorporación de menores de 18 años a sus filas”, con lo cual se nos amplía el desencaje: ¡los niños y niñas no eligieron venir a la vida, menos ‘tener’ que ganarse la comida, y mucho menos meterse en una guerra!
A ese grado (desagrado) han llegado las cosas del conflicto armado en Colombia. Vulgar manera de negociar con la vida de nuestros menores, y aunque se diga que es una exageración, no deja de ser pasmosa la perversidad que envuelve esa interminable sucesión de mesas de diálogo, de conversaciones, de pactos, de negociaciones, de acuerdos que se anuncian de gobierno en gobierno y de comando en comando, en los que se involucra la vida de seres humanos indefensos, cuando todas las dialécticas deberían enfocarse en la terminación del conflicto (uno se cansa de pequeñas cuotas). Pero cuando desde cualquier orilla se cuestiona ese estado de cosas, suele decirse que la dinámica del conflicto lo obliga así. ¡Pobrísima justificación!
Discutir sobre la edad “permitida” para que los niños y las niñas sean incluidos a la fuerza al conflicto armado en Colombia (o de cualquier otro país), es antes que nada un mensaje que obvia el elemental entendimiento de que las y los menores de edad no vinieron a este mundo para hacerse parte de debate alguno sobre desarrollo o subdesarrollo, progreso o atraso social, sino para vivir la vida que les corresponde, nada más. En esto, si nos comportamos como verdaderos seres humanos, ni siquiera tenemos que acudir a las prescripciones finamente emitidas por entidades nacionales e internacionales sobre el derecho y el respeto a la vida, pues tan solo habría que apelar al juicio elemental de que niños y niñas saben sobre las guerras la simpleza de que unas personas que son malas pelean contra otras que no lo son, luego su vinculación es, por decir lo menos, una distorsión del entendimiento que nos desplazó los roles, esto es, que la responsabilidad en la construcción de futuro ya no atañe únicamente a la lucidez de hombres y mujeres llegados a la madurez del pensamiento crítico, sino que se pretende que desde la infancia se asuma tal responsabilidad; y aún si aceptáramos esto último como posibilidad, es claro que el camino que se les quiere ofrecer (¿imponer?) es, a todas luces, el menos adecuado. El dichoso punto de acuerdo le embolata a uno la esperanza de un país mejor. Quien aquí escribe ya llegó a la madurez y tiene pensamiento crítico, el suficiente para reconocer que los adultos nos inventamos las guerras, luego nos corresponde así mismo resolverlas, y en cuanto a las niñas y los niños, ¡solo hay que dejarles vivir sus vidas!
Alberto Díaz T.
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