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En respuesta a la columna de Juan Carlos Botero, titulada “El gran error del arte conceptual”. No entender algo no es un problema. El problema aparece cuando esa incomprensión se convierte en excusa para afirmar que todo está mal. La columna de Botero recoge argumentos ampliamente difundidos en espacios como las redes sociales, que son problemáticos en su formulación. Escribe con valentía, como quien cree haber dicho algo que nadie se ha atrevido a formular, pero en realidad no ofrece nada que no pueda encontrarse en los comentarios de cualquier video de YouTube sobre arte contemporáneo. Repite, sin ningún pudor, las ideas que han circulado por décadas entre quienes se rehúsan a pensar el arte más allá del canon: que el arte conceptual acabó con la belleza, que ahora cualquier cosa es arte, que ya nadie sabe pintar y que la crítica se volvió complaciente.
Nada de eso resiste el menor análisis. Botero afirma que lo conceptual ha librado al artista del esfuerzo de aprender a pintar o esculpir. Pero esa afirmación parte de una noción burda, casi caricaturesca, de lo que el arte conceptual significa. Decir que el arte contemporáneo no exige oficio es como decir que la matemática moderna está descarrilada porque no se entiende nada al abrir un libro de topología algebraica. La diferencia es que nadie se atrevería a escribir en un periódico que la matemática está mal porque ya no se parece a la aritmética del colegio. Con el arte sí, porque se parte de la absurda idea de que debe estar siempre disponible para la comprensión inmediata, sin exigencia alguna.
El problema no es que antes no hubiera ideas. Claro que las hubo. Pero decir que las obras de Velázquez, Goya o Miguel Ángel estaban “atiborradas de ideas” no implica que el arte actual no las tenga. Lo que molesta es que esas ideas ya no están codificadas en narrativas evidentes, que ya no siempre vienen acompañadas de formas agradables o de pericia técnica. Y eso desarma a quien solo está dispuesto a aceptar como arte lo que reconozca sin esfuerzo.
Botero se refiere al estilo como la “suma de ideas del artista”, como si eso descalificara el presente. Pero si aceptamos esa definición, ¿cómo no pensar que justamente en el siglo XX el arte se amplió a otros lenguajes precisamente para explorar nuevas formas de pensamiento visual? ¿No es más bien una señal de vitalidad que las ideas hoy puedan tomar la forma de una instalación o un performance? Desconocer eso y repetir las viejas quejas sobre Duchamp y su orinal no es crítica: es pereza.
La afirmación de que la crítica ha perdido sus criterios no ofrece nada nuevo. En el fondo, lo que incomoda no es una supuesta falta de parámetros, sino que los parámetros actuales ya no coinciden con la sensibilidad de quien lee. Lo que molesta es que el arte contemporáneo no venga a conmover ni a enseñar, que no eleve el espíritu ni consuele las penurias de la vida, sino que cuestione. Que no siempre hable con claridad, que no prometa belleza, que se permita el silencio, el vacío, la torpeza, el sinsentido. Que se atreva a ser incómodo.
Y, sin embargo, no todo está perdido. Para quienes aún exigen arte comprensible, noble y claro, sigue existiendo una opción segura: entrar a una iglesia. Allí siempre encontrarán a San Antonio cargando al Niño Dios, dispuesto a ayudarles a encontrar lo que se les perdió. Está hecho para eso, y nunca defrauda. Pero si entran a un museo esperando que todo sea igual de claro, igual de evidente, igual de disponible, entonces lo que se ha perdido no es el arte. Es la voluntad de pensar.
Juan Francisco Hernández Orteg
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