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Vengo de ancestro político llanero. Me convencieron mi padre, Miguel Cárdenas, y el ejemplo del doctor Alí de J. Dalel Barón, nuestro líder político, de que para sacar adelante las problemáticas regionales y ser oídos allá en Bogotá —por el señor Presidente, los ministros, los directores nacionales, etc.— el camino era la política y la educación (o al revés, pero en el mismo sentido).
Recuerdo que iniciamos caminando en el liberalismo, y uno sentía cierta violencia en plenas campañas electorales, muy diferente a la de ahora, en el año 2025. En esa época (de 1980 en adelante), lo más violento era que, si la noche anterior yo pegaba con engrudo un afiche de mi candidato en una pared, al día siguiente el equipo contradictor colocaba encima el suyo. Si nos encontrábamos en una esquina, hasta las trompadas podíamos llegar. También estaban los famosos pasquines: papeles con escritos descalificantes del candidato, anónimos y chismosos, o caricaturas burlonas. Pero todo eso, aunque se salía de lo ordinario, lo comprendíamos como un juego. Al final, todos sabíamos que el propósito era lograr que nuestro líder nos representara en el centro y nos trajera salud, educación, vías, subsidios para Casanare, y que nos hiciera notar en el Congreso y ante el Presidente. A ellos los veía como dioses.
Fue una época de dos movimientos políticos; los demás participaban, pero sin votos.
Pasó el tiempo y llegó la explotación petrolera a Casanare. Ser político se volvió un trabajo lucrativo, y la política se transformó en algo parecido a un reality de Caracol. La violencia que antes se daba en los frentes de logística —el trabajo para los que no tenían experiencia en nada, los más gritones, descorteses o atrevidos— pasó a otro nivel: el de los más altos perfiles. Candidatos presidenciales, senadores y representantes, a quienes admiré y por quienes voté con fervor patriota, comenzaron a reproducir ese mismo comportamiento.
Lo triste es que ahora, aunque estamos en un país con una Constitución basada en el respeto a la dignidad humana, esa dignidad no se ve. Mucho menos la elegancia entre rivales. Y si existe, está bien guardada, bien escondida.
Los demás siguen ese mal ejemplo, porque es muy fácil ser maleducado y grosero. En cambio, ser respetuoso es un trabajo diario en un país donde se garantiza el derecho a pensar y a ser sin dar explicaciones a nadie.
Invito a los próximos candidatos presidenciales y a los líderes políticos del país a leer, cada día, los primeros diez artículos de la Constitución Política de Colombia. Y lo más difícil: ponerlos en práctica. Su ejemplo diario construye la nueva convivencia. Luchen con su lengua y su ego para ser elegantes y respetuosos, como los religiosos que leen la Biblia todos los días.
Porque está demostrado que la educación, por más excelsos títulos universitarios, pregrados, posgrados, doctorados o posdoctorados que se tengan, ayuda, pero no es suficiente.
El nuevo valiente es quien tiene raciocinio y, pudiendo ser vulgar y grosero, elige engalanar su lenguaje. Es quien no siembra odios viscerales como ciertos influencers que se nutren del conflicto en redes.
Hoy hay gente que se autodenomina líder veredal o barrial, y en medio de esas grandes diferencias, el umbral de paz interior y de paz mental es muy pequeño. Basta una chispa para reaccionar con un madrazo. Pero como ahora todo sucede en redes, no se pelea con un individuo, sino con millones, y uno termina quedando expuesto por su propia lengua.
Martha Yanet Cárdenas Ortiz
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