El silencio se ha vuelto un bien escaso. Lo que antes era parte natural de muchos espacios públicos hoy parece un recuerdo lejano. En un banco ya no se escucha el eco de la calma, sino un bullicio incesante: conversaciones en voz alta, celulares que suenan sin tregua, notificaciones que irrumpen a cada segundo y la campana del turno golpeando como un martillo. A esto se suman los llamados del funcionario para alertar al distraído que no escuchó la campana y las recomendaciones de seguridad que, cada tanto, recuerdan a los clientes “guardar bien su dinero”. Todo un conjunto de ruidos que no da tregua.
En los centros de salud ocurre lo mismo, con un agravante: quienes esperan allí lo hacen en un estado de vulnerabilidad que requiere un ambiente sereno. Sin embargo, el entorno tampoco ofrece alivio. En medio de la angustia o el dolor, deben soportar videos triviales en parlantes de celular, risas grabadas que nadie pidió escuchar y conversaciones sin filtro. Un lugar que debería brindar contención termina convertido en un escenario de estrés añadido.
La escena se repite en el transporte público, en las filas para cine, conciertos o teatros, en cualquier evento masivo. El ruido es siempre el mismo: omnipresente, invasivo, desgastante. Y lo más preocupante es que lo hemos aceptado como si fuera natural, como si no existiera otra manera de convivir en el mundo actual.
Ahora bien, es conveniente recordar: el ruido nunca es neutro. Agota, dispersa, nos pone nerviosos, eleva la tensión, roba energía. Es un agente invisible que, a fuerza de costumbre, se ha vuelto parte de la vida diaria, pero que al mismo tiempo erosiona nuestra salud mental.
La verdadera epidemia de nuestro tiempo no se limita a los virus ni a las enfermedades físicas. También nos invade ese ruido que enferma la mente y desgasta el ánimo. Un ruido que no solo llena el aire, sino que se mete en nosotros, altera los nervios, interfiere en la concentración y enturbia incluso los momentos que deberían ser de descanso.
Pero recuperar el silencio no es imposible. Requiere gestos sencillos: usar audífonos, bajar el volumen, considerar al otro. Significa también repensar nuestras costumbres colectivas y reconocer que convivir no equivale a invadir. El silencio no es vacío ni aburrimiento: es un respiro necesario, un acto de respeto, un derecho básico para vivir con dignidad.
Ha llegado el momento de defender nuestra salud mental. Porque no todo lo moderno es progreso, y en medio de tanto avance tecnológico y tanta hiperconexión, el silencio sigue siendo el refugio más humano: un lugar para descansar, desconectar y sanar.
Ana María Monsalve
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