En su conmovedora columna “¿Entrenar a tu dragón?”, nos cuenta Brigitte Baptiste (El Espectador, 28 de agosto de 2021) que toma a sus dueños 15 días reemplazar una poderosa draga que es destruida por el Estado por carecer de licencia para operar. Como si se hubieran puesto de acuerdo, el mismo día en “Bogotá: una crisis de basura anunciada” Blanca Inés Durán nos ofrece una visión del futuro que le espera a los bogotanos efecto de la incapacidad estructural del sistema para implementar una solución al problema de la recolección de basuras en la ciudad.
No es mi intención comparar el modelo operativo de una empresa ilegal que opera guiada por sus propias normas a una empresa oficial que debe responder a un régimen legal establecido. Pero es inevitable pensar cómo, en plazos cortísimos, las empresas ilegales encuentran formas de adaptarse a la cambiante demanda de servicios de los países del primer mundo (de la marihuana pasamos a la cocaína y después a la heroína y al oro, al coltán y pronto a las tierras raras) mientras el Estado colombiano sigue estancado en un modelo concentrado en proteger los privilegios de una minoría carente de visión y de empatía por las mayorías empobrecidas.
No creo ser experto analista, pero puedo pensar que una de las diferencias significativas puede ser la honestidad de los líderes. La honestidad consigo mismos, aclaro. Los líderes de las economías ilegales saben lo que buscan y a ese fin orientan sus acciones. Los líderes públicos colombianos, en cambio, permanecen enfocados en acomodar sus propuestas a proteger sus intereses personales (políticos o pecuniarios) imposibilitando así diseñar un plan de recolección de basuras para Bogotá. Porque ese plan no puede afectar los intereses de las grandes corporaciones generadoras de la mayor parte de los desperdicios (y de los aportes a las campañas políticas) ni los intereses de los empresarios de la basura. No puede tampoco desestabilizar la comodidad de los ciudadanos compelidos a clasificar sus basuras, ni requerir adaptaciones a los miembros del gremio de recicladores.
Similar es lo que ocurre con las reformas que necesitan urgentemente nuestros sistemas educativo, laboral, de salud, de producción agropecuaria, de construcción de infraestructura, de desarrollo urbano y, posiblemente, de todos los otros sistemas que rigen la vida nacional.
Ver cómo se derrumba la ilusión de lo que debió ser un cambio (ya muchos estarán pensando “se los dijimos y no nos hicieron caso”, sin considerar que los 200 y pico de años de negar la realidad es lo que nos ha llevado a lo que estamos viviendo) debiera ser un campanazo para que empecemos a reconocer que el verdadero cambio debe empezar por la base. No es arreglando las universidades ni el trabajo formal (privilegios de pocos), sino asegurando la educación de los niños y el trabajo digno y bien pagado (la comida, la vivienda y la higiene) de las familias. Es centrando las acciones en mejorar la situación de los millones de colombianos que sobreviven por fuera del sistema.
Ricardo Gómez Fontana, Guapi, Cauca
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com