Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Prende uno el televisor a la hora del noticiero y lo primero que ve es un político hablando mal, no de una idea, no de un pensamiento, no de una propuesta, sino de la persona. Abre uno TikTok u otra red social, y aparece otro político —a veces de esos que gritan mucho— señalando al opositor, llamándolo guerrillero, paramilitar o traidor. Así nos tienen: divididos, enfrentados, confundidos. Lo que debería ser el intercambio de ideas se ha transformado en un espectáculo de acusaciones morales donde lo que importa no es el argumento, sino el ruido.
La polarización política en Colombia ha convertido la moral en una herramienta de apariencia. Se invoca la ética solo para atacar, no para construir. Cada grupo pretende tener la superioridad moral sobre el otro, y esa supuesta virtud se usa como arma. Marx sostenía que la moral funciona como una herramienta ideológica utilizada por la clase dominante para mantener su poder y el sistema vigente. En este contexto, la moral deja de ser una guía de conducta colectiva y se convierte en máscara: una manera de ocultar intereses, de mantener privilegios y de distraer al ciudadano de los verdaderos problemas.
Los políticos, en especial los senadores y congresistas, al gritar más fuerte que los demás, creen ganar legitimidad. Sin embargo, su grito no persuade: ensordece. En lugar de presentar proyectos o debatir ideas, recurren a la descalificación personal, como si la política se tratara de destruir al otro y no de construir país. Lo que debería ser un diálogo se ha vuelto espectáculo. Así, el ciudadano común termina repitiendo los discursos que oye, sin saber que detrás de cada palabra hay una estrategia para dividir y manipular.
A esta confusión contribuyen también los medios de comunicación, que suelen generalizar y hablar en nombre de “toda Colombia”. Pero no, no es “toda Colombia” la que piensa, siente o reacciona de una determinada manera. Es un discurso mediático que pretende uniformar la opinión, imponer una visión y dar a entender algo que no es. Al repetir esas frases, los medios y algunos políticos moldean una realidad ficticia donde parecería que el país entero está de acuerdo con una postura que, en realidad, solo representa a unos pocos.
En definitiva, los políticos en Colombia necesitan guardar silencio para poder oír al país. Escuchar no es debilidad, es responsabilidad. Solo cuando dejen de hablar desde la moral fingida y desde la necesidad de tener razón, podrán escuchar lo que realmente importa: las voces diversas, las necesidades reales, los silencios que gritan. Porque la política no se trata de quién grita más fuerte, sino de quién entiende mejor lo que el país necesita decir.
Gerson Grimaldo Sánchez
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
