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El especial que publicó El Espectador el fin de semana del 20 de julio presenta en líneas generales las “guerras verdes”, publicitadas por los medios dado su entrelazamiento durante las décadas pasadas con economías emergentes (ganaderos, narcotraficantes y paramilitares), con una visión sensacionalista de la historia de la región. Hablar de una “nueva guerra verde” es excesivo; no hay ningún trabajo académico documentado que corrobore una afirmación de este tipo.
Las rencillas y atentados entre grupos de poder no permiten hablar de una “nueva guerra” y mucho menos utilizando esta noción. Las guerras de esmeraldas representaron una cifra de muertes entre 3.000 y 4.000 personas en 30 años (Uribe, 1992; Gutiérrez, 2003; Cepeda y Giraldo, 2012; Molano, 2017). Ahora bien, es irresponsable hablar de una “nueva guerra” para un territorio en reconstrucción con sus líderes y organizaciones sociales que llevan 30 años luchando por su reconocimiento regional y la reivindicación del trabajo del guaquero como modo de minería de subsistencia.
Además, se trabaja día a día por la diversificación de actividades económicas como es el caso de los proyectos productivos que han llevado al cacao, a través de Funredagro y sus asociaciones (10 asociaciones de ocho municipios), a posicionar una región que produce hoy día uno de los mejores granos del país. Esta producción de cacao se ha potenciado como uno de los productos más representativos de la región. Vale mencionar, por ejemplo, las Juntas de Acción Comunal que se mantienen aún vigentes y hoy día les permite desarrollar emprendimientos comunitarios. Es el caso de la transformación de productos como el plátano, en donde se destaca los snacks en la serranía del sector de Betania y la asociación de productores Asonasc del sector de Nazareth del municipio de Otanche. Hay que mencionar también el turismo comunitario que se ha venido proyectando como una gran oportunidad para la región a partir del potencial biodiverso y el capital humano existente localmente. Este capital humano resaltado en los jóvenes que desde hace cerca de un lustro conformaron el Colectivo Jóvenes Occidente de Boyacá -JOB-, y que, siendo la generación de la paz, se han encargado de enaltecer cada uno de sus municipios rescatando la memoria a través de la cultura, la participación y la inclusión. Otro ejemplo es el que han motivado las asociaciones de guaqueros articulándose con la red de asociaciones de mineros tradicionales, comerciantes y artesanos de esmeraldas que hoy reúne a 21 asociaciones de seis municipios y que buscan alternativas que generen ingresos a sus familias.
El Occidente de Boyacá, como otras regiones del país, ha sido azotado por violencias que se han instaurado profundamente en su sociedad. Los conflictos que han tenido lugar en este territorio, nombrados como “guerras verdes”, han ocurrido entre las décadas de 1960 y 1980. No se trata de negar que han aquejado la región, pero deben ser nombrados en la manera que les corresponde, haciendo justicia a los hechos. No debemos exagerarlos con morbosa fascinación, la misma que se ha tenido siempre y se sigue teniendo a menudo en los medios y las industrias del cine y TV por los fenómenos de la mafia siciliana, rusa, o japonesa, como colombiana: fascinación que se nutre y alimenta ella misma narrativas cuyos efectos perturbadores, estigmatizan cruelmente las poblaciones locales.
Los verdaderos conflictos entre esmeralderos, que llevan legítimamente ese nombre, tuvieron lugar en las tres décadas de 1960, 1970 y 1980, y dejaron miles de víctimas y el desplazamiento de personas que hoy luchan por la reinvindicación de sus derechos y por una resignificación de sus labores, de sus municipios y de su historia. Varias entidades y decenas de organizaciones existen en la región del Occidente, pero también en Bogotá y por todos los lugares por donde se extiende la cadena de producción y comercialización de la esmeralda. Ellas luchan día a día, se asocian e intentan organizarse en medio de un contexto de estigma nacional que dificulta sus procesos de formalización y de diálogo con las entidades estatales y con las grandes empresas que asocian hasta el día de hoy la guaquería con la violencia.
La historia del occidente de Boyacá se sigue escribiendo. La que concierne a los patrones esmeralderos hace parte de una historia de la minería y de la organización social de la región. Pero también existen organizaciones de guaqueros, de mujeres y de jóvenes que, para la conmemoración de los 30 años de la firma de los acuerdos de paz, juntan sus esfuerzos para proyectos de distinta índole. En ellos no sólo se pueden ver las tristezas y atrocidades de las guerras, sino además la búsqueda de un futuro en el agro, en la minería y en el turismo. En esta conmemoración, a pesar de la pandemia, se juntaron esfuerzos de pobladores, redes, organizaciones, colectivos, alcaldías y universidades que, coordinados por la Corporación para el Desarrollo y la Paz Boyapaz, han estado realizando un trabajo de recolección y trabajo de la memoria y de visibilización de la región. Boyapaz desde hace cerca de cinco años, liderados por la Diócesis de Chiquinquirá, ha articulado el sector privado, comunitario y eclesial para que en el occidente de Boyacá se facilite un programa de desarrollo y paz, como expresión de la sociedad civil. Todo ello para que, en alianza con actores representativos de la región, se promueva procesos incluyentes de amplia participación comunitaria con el fin de generar condiciones de desarrollo y paz bajo un enfoque de desarrollo integral sostenible.
La historia del occidente de Boyacá aún debe escribirse. A pesar de los esfuerzos de algunos académicos que han trabajado durante muchos años en estos municipios, hace falta documentar y escribir esta historia aún más. El occidente de Boyacá representa una historia social y política de mucha complejidad, en 15 municipios que sufren las terribles consecuencias de la pobreza a pesar de estar en una zona minera que fue muy productiva y con un recurso valioso. Sin embargo, la imagen que sus pobladores desean proyectar sobre el país no es de reificar y renombrar los conflictos como “nuevas guerras”, sino trabajar por una región rica en productos minerales, biodiversos, agrícolas y con un recurso humano invaluable. Lo que esta región necesita es una atención en educación, en educación para la paz y para la democracia. Quisiéramos cerrar esta carta con una linda imagen que tuvo lugar en el 2019 con la realización de la Segunda Escuela de Liderazgo Juvenil del Colectivo JOB, donde repartieron almohadas e invitaron a los asistentes a vivir la última guerra del Occidente: una guerra de almohadas, con ráfagas de aplausos y bombas de abrazos (el autor de estas frases es Yeison Quiñones, miembro del Colectivo). Es necesario que el periodismo reporte realidades concretas y no dudosas fascinaciones, y otorgue la importancia a los procesos sociales, a la reconstrucción social y al trabajo de la memoria que tienen lugar en un país tan sufrido, y donde las poblaciones de los territorios luchan por otra historia.
Johanna Parra. Profesora Investigadora, Universidad del Rosario.
Karoll García. Directora del Programa de Desarrollo y Paz del Occidente de Boyacá - Boyapaz)
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