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A mi padre y a ellos, la palabra y el llanto

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Laura Andrea Rendón Pareja
14 de agosto de 2023 - 02:00 a. m.
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Cuando era niña y me sentaba frente al televisor de perilla de la sala, a las siete de la noche, mis ojos pequeños veían en la pantalla, más enorme que mi cara, las imágenes de uniformados en la selva y, diariamente, a una periodista narrando el horror del que participaban la guerrilla, los militares y los paramilitares. Para mí todos eran iguales, mi mente infantil no hacía distinción alguna entre esos hombres con botas de combate y armas que desperdigaban sus pasos por el país entero. Solo una cosa sabía: que eran malos y violentos. Al menos eso me enseñó mi padre, quien perdió a su hermano asesinado por paramilitares en el 2000 frente al ojo público, en uno de los muchos parajes campesinos de Colombia que se vieron manchados con la sangre de sus hijos, cuya muerte resuena todavía entre las montañas.

Crecí escuchando los comentarios críticos de un hombre digno que no había dejado títere con cabeza en su pedestal, cuyos oídos estaban acostumbrados a escuchar de la barbarie y cuya mirada no vislumbraba esperanza alguna. Nunca estuvo del lado de nadie, parece que en Colombia siempre ha sido difícil tomar partido y salir con la consciencia en limpio. La niña de seis años que se sentaba en sus rodillas a la hora de las noticias nunca había visto un muerto o un guerrillero y las armas que conocía eran las que mostraban en la televisión, siempre pegadas al pecho de algún joven colombiano que las empuñaba fuerte, probablemente con odios infundados y quizá sin saber muy bien porqué pelear; ella había pasado sus días entre juegos, pero desde que tiene memoria conoció la palabra “guerra”.

Nunca supe, por los labios de mi padre, que tuve un tío al que asesinaron antes de que yo naciera. Nunca supe que lloró, que se sintió solo, que la derrota y la desazón le carcomían las entrañas en los días lúgubres en los que necesitaba dejar que lo atravesara el dolor de su pérdida, pero en los que debió pararse firme, morderse la lengua, ponerse su pantalón más limpio y salir a buscar trabajo, sin éxito durante días, para dar un techo a sus hijas y esposa. Un hombre desesperado, con la tristeza a cuestas, cargando con un estigma del que la sociedad no se compadecía en aquellos años, sino que le temía o simplemente ignoraba. Mientras transitó el sendero de la desolación lo acompañaron en sus silencios sus oraciones, además de una masculinidad impuesta que lo obligaba a luchar contra el mundo aun cuando no tuviera fuerzas y a no mostrar nunca debilidad.

Como papá, al menos 4’729.261 hombres han sido víctimas del conflicto armado. En Colombia se han hecho vastas y valiosas investigaciones respecto al papel de la mujer en ese contexto, sus experiencias han sido escuchadas y reproducidas con justa razón. No obstante, los relatos de los hombres siguen pareciendo pocos, casi da la impresión de que estamos reafirmando la idea de que son invulnerables. Nos falta aprender a escuchar, a no dar por sentadas las viejas nociones que nos esbozan a un hombre torpe que no conecta con su emocionalidad. Mi padre me ha dicho: “Usted no encuentra consuelo o quien llore con usted, la gente es indiferente”, y parece ser cierto, parece que los hombres de nuestro país han sufrido lutos silenciosos durante décadas; que ellos, quienes fueron mayoría librando la guerra, no han podido hablar de su sufrimiento. Es por eso que ameritan resarcir sus heridas con la palabra y el llanto, y a Colombia le corresponde la responsabilidad sin juicios de escuchar su voz.

Por Laura Andrea Rendón Pareja

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