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Arduas y melancólicas voces han salido a censurar la cadena perpetua y la pena de muerte como medidas de castigo extremo para delitos atroces en nuestro país.
Algunos tildándolas de inoportunas e infames, otros, de desproporcionada y adobada de un execrable populismo punitivo.
Ahora, si bien el populismo punitivo es una constante entre docenas de insaciables oportunistas que desde el Capitolio no hallan cómo “pescar en río revuelto”; en el sub-examine, mucho más allá del cáustico populismo punitivo, electorero y rapaz; tanto la pena de muerte como la cadena perpetua son drasticidades de las que nuestra legislación penal debería revestirse; al margen de la “solapa” con la que algunos han salido con “crucifijo en la mano” a repelerla y condenarla.
El grado de perversión del hampa, y la endiablada desmembración de las diferentes astas del inmundo crimen en Colombia, exigen que la pena de muerte socave de tajo la conciencia (si yace) y el alma (si la tienen) del pederasta, del infanticida, del secuestrador, del terrorista y etc. La sociedad está realmente hastiada de ver cómo los protagonistas más degenerados de la transgresión humana exterminan la puericia, abrazando la impudicia y, relamiendo sus diabólicas garras con la secreción de la impunidad. O, muchas veces, en el más desfavorable escenario para estos monstruos, purgando penas irrisorias y engordando en las cárceles del país, para luego en libertad seguir aniquilando a diestra y siniestra.
Porque desgraciadamente es justamente ello lo que se cuaja en los presidios de la nación; especímenes aborrecibles que ceban su devastador gen, perfeccionándolo y, ya “extra muros”, haciéndolo más aniquilante. Las hermosas funciones de la pena consagradas en el Código Penal colombiano son letra muerta. Aquí, ordinariamente, ningún daño se restablece, la retribución habitualmente es nula, la reinserción del malhechor es ilusoria, la prevención un absurdo, la rehabilitación inexistente, el castigo efímero y la justicia, una pantomima. Aquí, el ordenamiento penal termina tributándole al criminal y pauperizando la seguridad nacional.
¡Ya basta de aquellas lecturas erradas de nuestra realidad que pobre y fallidamente intentan rememorar a Kant, conceptuando que la pena no puede servir a la protección de la sociedad ni, por tanto, a la prevención de delitos! Teorías seguramente algo racionales en su tiempo y espacio, que aportaron a visiones autónomas del derecho penal en sus rudimentos, pero completamente oponibles a nuestra sombría realidad. El precepto rector hoy día debería ser, ante todo, la protección absoluta de la sociedad —necesidad de protección general—a toda costa; en donde el Estado no puede abdicar al deber de salvaguardarla, amparado en la fatal concepción de verse compelido a velar por la “dignidad humana” de un inhumano pedófilo o infanticida. El servicio de protección efectiva del ciudadano debe prevalecer ante cualquier postura mojigata; y el concebir que la opción más eficiente para materializar ese designio pudiera llegar a efectivizarse condenando a muerte a un depravado sexual, en manera alguna, debe ser calificado como una impertinencia o un disparate. Contrario sensu, ya es hora reitero, de introducir medidas radicales a la codificación penal sustantiva, tan inadecuada y obsoleta al contexto actual. Un código más intimidante, contundente e implacable, es el que reclama un país sitiado por crímenes atroces y una mortífera camada de demonios sueltos.
