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Al caballero James, ese hombre de figura alargada y de cara huesuda, al que vemos en diferentes imágenes casi siempre con sombrero y con gafas circulares, se lo puede confundir con el poeta portugués autor de Tabaquería. En Barcelona, en las inmediaciones del parque Güell, hay jóvenes con sombreros y trajes de principios del siglo XX, con gafas circulares y pintura negra cubriendo sus rostros y manos, que producen conmoción, al crear la sensación de que se está ante esculturas móviles de dos exhaustivos exploradores del lenguaje, figuras que evocan simultáneamente a Joyce y a Pessoa. Que estos jóvenes cubiertos de pintura o tinta negra aparezcan en diferentes zonas de la ciudad condal da cierta musicalidad al arte al que se dedican. Así como una melodía que ha captado la atención de muchos, ellos pueden aparecer en cualquier lugar.
Al volver sobre las fotografías del caballero James, vemos a alguien sobre cuyos ojos y dedos tuvo que fluir una partitura tras otra, así como melodías que no llegaron a plasmarse en tinta negra y papel. De él se sabe que contaba con una prodigiosa voz tenor y que pudo entregar su vida a consolidarse como corista emblemático irlandés. No obstante, la vida de Joyce, como la de cualquier persona para quien la música sea un componente imprescindible, tuvo sus bemoles. A pesar de que las notas del camino corista se fuesen borrando, también se conoce que, con su Ulises, creó uno de los coros más ricos y burlescos que se hayan construido en la literatura.
De los muchos apuntes envolventes y cadenciosos vertidos en el Ulises, hay una serie de fragmentos que nos refieren una parte importante del significado de la música para James Joyce. Uno de ellos aparece en el capítulo once: “Es alegre, lo noto. Nunca lo he escrito. ¿Por qué? Mi alegría es otra alegría. Pero las dos son alegrías. Sí, debe ser alegría. El mero hecho de la música demuestra que uno está. Muchas veces he creído que ella tenía murrias hasta que empezaba a canturrear. Entonces sabía”. Tres páginas más adelante vuelve a sus pensamientos sobre el arte preferido del dios Apolo. “La belleza de la música hay que oírla dos veces. La naturaleza y las mujeres, media mirada. Dios hizo el campo y el hombre la melodía. Métense cosas. Filosofía. ¡Ah, diablos!”. Mucho más adelante, en el capítulo dieciséis, casi en el último tramo del libro, se lee: “Así pasaron a hablar sobre música, una forma de arte hacia la cual Bloom, como puro amateur, sentía el mayor amor, mientras avanzaban del brazo a través de Beresford Place. La música wagneriana, aunque reconocidamente grandiosa a su manera, era un poco pesada para Bloom y difícil de seguir de buenas a primeras, pero la música de Los Hugonotes de Mercadante, de Las siete palabras en la cruz de Meyerbeer y de la Duodécima Misa de Mozart, sencillamente le encantaba, siendo el Gloria de esta, a su juicio, la suma de la música de primera clase en cuanto tal, dejando todo lo demás literalmente en el cesto de la basura”.
Las reflexiones de Joyce sobre la música nos hace pensar en la influencia que tuvo el arte de los sonidos y los silencios sobre la composición del Ulises, y de igual modo nos hace volver sobre las palabras de un compositor estonio con una manifiesta fascinación por la expresión “la vida y sus bemoles”. En conversación con Enzo Restagno, Arvo Pärt reflexiona: “La cadena de formas, de templos y cantos, en la que unos surgen de las ruinas de otros, es más fuerte de lo que podemos imaginar. En mi trabajo diario, también tropecé reiteradamente con dificultades enormes”.