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Dr. Álvaro Uribe Vélez:
Reciba un cordial saludo de mi parte.
En primera instancia, quisiera expresarle que soy una de sus más profundas y secretas detractoras, aunque debo aclarar que no me agobia tanto usted como sí lo padecen sus más viscerales e impetuosos seguidores.
La motivación de mi carta nace a partir de una experiencia personal. En los últimos años me he visto sentada en clase junto a personas menores que yo, quienes lo admiran profundamente, y quienes ven su desempeño político como la manera más sublime de llevar a cabo el ejercicio de la administración de la cosa pública.
Esta situación me genera un dolor agobiante, puesto que, a mi juicio, usted corresponde al modelo de un funcionario tirano que nadie debería seguir. Cuando digo tirano me refiero a la descripción que de este tipo de sujetos hizo Fernando González: «llámense tiranos, no a los que gobiernan mucho, pues ello puede ser necesario, sino a aquellos que engañan y envilecen al pueblo para satisfacer ambiciones personales» (González, 1936), porque eso sí, hay que reconocerlo, es admirable su capacidad para conducir a casi un país entero hacia la satisfacción de sus propias ambiciones.
Pero bueno, el motivo de mi carta no es resaltar su maldad o su bondad, sino manifestarle mi desazón ante la semilla de odio que usted ha dejado en mis contemporáneos, los futuros gobernantes.
Usted les robó a muchos jóvenes y estudiantes la esperanza de un país mejor, no solo porque ha perpetuado una violencia de alta frecuencia y de baja intensidad, sino porque ha despertado un pensamiento generalizado de que la acción militar es la única salida eficiente de la guerra, cuando bien nos enseñó el admirable Eduardo Pizarro Leongomez que la mayoría de los conflictos de la historia universal han culminado por medio del diálogo.
¿Cómo es posible que Colombia joven lea, atienda, tolere, siga y llame «grandes» a hombres como usted, quien, con todo respeto señor expresidente, procuró una seguridad democrática que manchó de rojo los demás colores de nuestra bandera?
Según la revista Semana, las cifras reveladas en un informe elaborado por el Instituto para la economía y la paz clasifican a Colombia en el año 2010 como el país más violento de América Latina. No estoy sugiriendo que usted sea el culpable, ni mucho menos, pero es evidente que su política de guerra contra el crimen resultó más letal que el mismo mal que combatía.
También quiero reclamarle, señor expresidente, por estigmatizar todo aquello que se aleje de sus arcaicas certezas de piedra. Usted ha querido implantarnos a los colombianos algunas de sus verdades viscerales y su errado concepto de virtud, el cual ha quedado en entredicho luego de su individual y subjetiva apreciación de la justicia, desafortunadamente perpetuada en la conciencia de muchos jóvenes colombianos. Además, ha fomentado en nosotros la creencia de que «quien no está conmigo, entonces está contra mí», y así mismo, ha sembrado odio y rencor hacia personas que usted y sus seguidores mal llaman «comunistas».
El fin de un gobierno, estimado expresidente, no puede ser el bienestar personal, ni el de una oligarquía, ni tampoco erradicar al enemigo a toda costa. Por el contrario, —y cito de nuevo a Fernando González— «el resultado bellísimo de los gobiernos es el ennoblecimiento de la motivación humana».
Gracias por leer.
Danielle Navarro B.
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