Por Julián Torres Roa
Qué difícil es opinar en estos tiempos de redes sociales y elecciones.
Suenan nuevamente aquellos aires populistas discutiendo en voz alta los mismos problemas que nos aquejan desde hace años y que ya parecen ser parte de nuestro himno nacional por su constante repetidera.
Palabras como corrupción, cambio, paz, “eso fueron otros”, son, en cualquier orden e independientemente del interlocutor, las palabras claves para que los políticos (de cualquier color) se lancen a hacer su campaña con miras a la Casa de Nariño.
Básicamente, hablar de lo mismo que hemos hablado durante los últimos años y que pareciera que no queremos solucionar, además de perpetuar para tener siempre algo de qué hablar cada cuatro años. Y no es sólo un ruido de fondo. Es el principal combustible para que el pueblo, nosotros, quienes pagamos al final todas las cuentas y nos vamos a acostar todos en el mismo país al final de las campañas, indiferentemente de quien hubiera ganado esta vez, nos empezamos a destrozar unos a otros con lengua y cizaña.
Les dicen tendencias políticas, partidos o corrientes ideológicas. Lamento confirmar que eso, a lo sumo literalmente en Colombia, ya no existe. Los últimos militantes de aquellas causas trasnochadas de finales de siglo ya están en el invierno de sus vidas, viendo que no nos han dejado más que un país descompuesto, lleno de odio y, peor aún, hablando siempre de lo mismo de la misma manera. Grito y piedra contra el que piensa diferente (ojo, no quien piense distinto, sino diferente a nosotros).
Lo único que existen son políticos. Políticos y sus intenciones, nada más.
Cada vez que buscamos explicaciones concretas para entender por qué un país lleno de recursos naturales, humanos y, sobre todo, unas ganas de salir adelante tan increíblemente fuertes, estamos como estamos, terminamos siempre en la misma conclusión. Una conclusión que, más que reflexiva, hace parte de una herencia maldita que nos han dejado las generaciones que nos han precedido. Eso es la culpa de los políticos. Los políticos del otro partido, claro está.
Es hora de pensar que tal vez eso no es tan así. O que si es así, efectivamente no nos ha servido de nada saberlo, porque seguimos en las mismas. No, señoras y señores.
Queridos herederos de Colombia y de todas las cadenas que arrastra, la culpa no es del otro.
La corrupción no es un misterio, existe porque le hemos permitido que exista. Porque nos regalamos democráticamente a quien nos habla más bonito, grite más duro y nos regale un tamal en época electoral.
Somos buenos exigiendo nuestros derechos como ciudadanos (lucha interminable que debemos seguir), pero fácilmente se nos olvidan nuestros deberes como tales. Y dentro de esos está saber cómo carajos es que funciona nuestro Estado. Qué hace cada miembro que obtiene recursos del erario, porque los llamamos genéricamente “políticos” sin saber bien quiénes son y qué hacen (una definición tan amplia dentro de la cual caben presidentes y ladrones sin distinción de forma).
Sí, ellos están allá, pero porque nosotros, por apatía, por baratos o porque sencillamente nos importa un comino arreglar las cosas, dejamos todo en las manos de los “doctores”. Es por nuestra decisión y por nuestra culpa. Lo que nos lleva a una gran revelación que es un secreto a voces. Si cada vez que salimos a votar lo hacemos por cualquiera, sin conocer qué hace o cuáles son sus propuestas, bajo la excusa de que es de nuestro partido político, nuestra tendencia política o que da igual, porque al final de cuentas todos son corruptos, el problema de Colombia no son ellos. Es usted.
Piénselo antes de dormir y antes de sentarse la próxima vez con cualquier amigo a hablar de lo mal que está el país.