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Cuarenta años después, el Palacio de Justicia sigue ardiendo. Durante el 6 y 7 de noviembre de 1985, Colombia vivió una doble tragedia: la del golpe insurgente a un Estado debilitado y su respuesta, que, en nombre del orden, sacrificó su legitimidad.
El Palacio de Justicia sigue ardiendo, no en llamas visibles, sino en brasas invisibles que no logran consumarse bajo los expedientes sellados, las verdades calladas de aquellos pasillos, las fosas comunes y las declaraciones con tono de olvido. No hemos apagado ese humo; solo lo hemos mudado de lugar: de los escombros a los secretos, de los gritos a los discursos, del humo al silencio.
En esas 28 horas ocurrió una certera revelación: aquel momento en que el Estado colombiano, en el mismo corazón del poder judicial, se miró al espejo y descubrió su cara más oscura. Según testimonios, aquello fue, en efecto, la crónica de una muerte anunciada, como decía Gabo. Diversos informes y testimonios coinciden en que el dispositivo de seguridad había sido reducido, escenario perfecto para que el M-19 irrumpiera buscando un juicio político al presidente Betancur por presuntamente incumplir los acuerdos de paz. El Ejército respondió con otro juicio, pero sumario, contra todo lo que se moviera. La guerrilla tomó rehenes; el Estado tomó prisionera la democracia; un hombre alimentaba palomas en la plaza que ya no distinguían entre ceniza y migas. Y así, el destino echó sus dados: a cada quien le correspondería algo, menos a quienes quedaron dentro del palacio, que solo obtuvieron silencio.
Cuarenta años después seguimos sin saber a quién culpar, si al Ejército o al M-19. Solo tenemos la certeza de que la justicia, esa que debía sobrevivir al fuego, fue la primera en ser incinerada. Lo demás se redujo tristemente a historia y mentiras técnicas que conducen a una verdad sencilla: en el Palacio se mató y desapareció en nombre del orden, sacrificando la justicia en su propio altar.
Desde entonces, y para aparentar que aprendimos, Colombia perfeccionó la fórmula: convertir cada horror en efeméride del noticiero, cada masacre en estadística, cada víctima en sigla. Los desaparecidos del Palacio ya no son personas, son casos, y los reducimos a memoria histórica. Quizá no encontremos sus cuerpos, pero ¿dónde encontraremos su dignidad?
En un país de olvidos selectivos, la memoria es un lujo de los necios. Pero la historia no es una lápida, es una deuda, y cada vez que callamos, la deuda crece. Porque la impunidad no es un error: es un sistema en el que la paz necesita permiso para existir y la verdad lo necesita para hablar.
Hoy, cuarenta años después, el Palacio sigue tomado: cada vez que un expediente se archiva, que la justicia funciona solo si beneficia a los míos, que se ignora una víctima, que “ya fue suficiente de hablar del pasado”. Aquel país que ardió en 1985 es el mismo que arde en 2025, ese que confunde el olvido con la paz, que restaura edificios pero no conciencias, que prefiere la comodidad de no recordar a la incomodidad de saber.
Hoy, ese humo aún nos nubla la mirada, quedando solo esa vela que nadie se atreve a soplar ni a reavivar: la justicia. Queremos poner en el centro del salón una paz a medias, dejando bajo la alfombra una ceniza mal barrida.
Cuarenta años han pasado desde la Toma del Palacio de Justicia y Colombia sigue siendo un edificio en llamas, solo que ahora aprendimos a vivir dentro de él, pretendiendo no asfixiarnos.