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El debate abierto por la condena a Álvaro Uribe ha revelado tensiones delicadas entre periodismo, academia y política. Daniel Coronell, en su columna “La Feria de las Flores”, denunció que allegados al expresidente intentan influir en académicos de renombre para que se pronuncien contra la sentencia de la jueza Sandra Heredia. La anécdota más reveladora fue la invitación a Yesid Reyes para asistir a la Feria de las Flores y, de paso, visitar a Uribe en Rionegro, aunque Reyes aclaró que no pensaba que detrás estuviera el propio Uribe. Coronell interpretó este episodio como parte de una estrategia más amplia de presión.
Frente a esa denuncia, Rodrigo Uprimny y Yesid Reyes reaccionaron con molestia. Ambos sostuvieron que Coronell desdibujó la naturaleza académica del debate y que es legítimo cuestionar las decisiones judiciales. Tienen razón en subrayar que las sentencias no son sagradas: discutirlas fortalece la democracia y cumple una función pedagógica.
Sin embargo, lo que no deberíamos perder de vista es el dato esencial: hubo intentos de acercamiento político hacia académicos influyentes para que se pronunciaran en contra de la sentencia. Ese lobby merece escrutinio público. Que Uribe mueva fichas a su favor no sorprende, pero tampoco deja de preocupar. Lo hace en un contexto donde ya existe una estrategia de desprestigio contra jueces y fiscales.
Pero hay otra cuestión por abordar: la forma como la academia decidió entrar en este debate judicial vivo. En cuestión de días, cuatro juristas desde una posición prestigiosa, todos hombres y vinculados al Externado, publicaron columnas cuestionando la sentencia. No se trata de negar el valor académico de sus argumentos, pero sí de advertir la asimetría de poder que surge cuando un grupo de juristas, desde la comodidad de sus credenciales y posiciones institucionales, se lanza en bloque a controvertir el fallo de una jueza de primera instancia que asumió riesgos enormes al condenar a uno de los hombres más poderosos del país, sobre quien pesan denuncias de masacres, asesinatos y manipulación de testigos.
Esa diferencia de contextos importa. No porque las sentencias no puedan ser debatidas, sino porque el efecto agregado de esas intervenciones no parece el de un debate plural, sino el de una ofensiva académica. Y en un país donde la independencia judicial está siempre bajo amenaza, ese matiz puede marcar la diferencia entre intercambio académico y presión pública.
A esto se suma la cuestión del tiempo. Si el objetivo era abrir un debate doctrinal, como insiste Reyes, ¿era necesario hacerlo con tanta inmediatez? La producción académica suele requerir distancia. Esperar un par de meses o incluso a una segunda instancia habría dejado más claro que se trataba de una discusión académica y no de una intervención en la coyuntura.
En últimas, la academia no puede pretender “tener las dos cosas”: reclamar la protección que le corresponde a la crítica académica y, a la vez, entrar de inmediato a un debate judicial y político reclamando inmunidad total. Las palabras de académicos con autoridad tienen consecuencias.
Las decisiones judiciales no son inmunes a la crítica, ni más faltaba. Pero la academia tampoco puede ignorar la prudencia que exigen los momentos de alta sensibilidad política. Coronell hizo bien en visibilizar un intento de lobby, aunque con un tono de suspicacia excesivo sobre nombres propios. Ahora corresponde a los académicos preguntarse cómo y cuándo participan en estas discusiones, sopesando los riesgos de la inmediatez y cuidando la pluralidad de intervenciones. De lo contrario, corren el riesgo de aparecer, aunque no lo pretendan, como parte de una estrategia de presión proveniente de espacios institucionales privilegiados que se reclaman neutros.