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Engánchate, restríngete, repite: la nueva dieta que el algoritmo diseñó para ti

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Juana Valentina Parra
08 de diciembre de 2025 - 05:00 a. m.
"El enemigo no era la comida ni la otra mujer: era mi reflejo distorsionado": Juana Valentina Parra.
"El enemigo no era la comida ni la otra mujer: era mi reflejo distorsionado": Juana Valentina Parra.
Foto: EFE - Carlos Durán
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Dicen que las redes son el nuevo espejo, pero nadie advierte que está roto. Yo lo miro cada noche buscando encontrarme, y acabo viendo un catálogo de humanos mejorados: todos felices, delgados y con el brillo artificial de un avatar recién creado. El algoritmo, ese cirujano emocional con diploma en manipulación digital, me ofrece su bisturí invisible: “Te corto un poco de inseguridad, te inyecto validación y listo, eres tendencia por 24 horas”. Y claro, caigo. Todos caemos. Porque aquí la terapia se mide en likes y la fe se predica deslizando el dedo hacia arriba. Mientras juramos tener el control, ya somos el producto mejor empacado del mercado: versión 2.0 de nosotros mismos, sin arrugas, sin dudas… y sin alma.

Con el tiempo, terminé amando ese espejo roto. No porque me mostrara algo real, sino porque el algoritmo me susurraba, con voz de terapeuta barato, que esta vez no dolería. Y le creí. No necesitó secuestrarme: fui yo quien llegó puntual, celular en mano y autoestima en oferta, lista para alimentarme del buffet de vidas perfectas. Me conoce mejor que mi madre y más rápido que mi ex. Detecta cuándo tengo hambre, pero me dice que el hambre es debilidad; sabe cuándo me siento sola y me lanza a una influencer que sonríe con un vaso de agua con limón y jura que “ella también estuvo ahí”.

Así aprendí que el enemigo no era la comida ni la otra mujer: era mi reflejo distorsionado. Cada noche repetía el mismo ritual —“solo mirar un rato”— y terminaba creyendo que la perfección estaba a tres reels de distancia. El algoritmo no necesitaba cadenas; bastaba con una buena conexión Wi-Fi.

Me dejé arrastrar por ese clickbait de cuerpos trofeo y promesas de perfección exprés. Bajo el disfraz de consejo, me empujaba hacia el abismo con voz dulce y filtros suaves. No fue una caída romántica, sino una lenta, pulida y cuidadosamente editada, donde cada “me gusta” era un paso más hacia mi propia tumba. Terminé desnutrida, con el cuerpo convertido en campo de batalla, internada en una habitación blanca donde el silencio pesaba igual que la aprobación que siempre busqué.

Eso no era vivir; era sobrevivir en una guerra de likes, donde el enemigo llevaba mi propio rostro filtrado como armadura. Afuera, todos aplaudían a la versión que encajaba. Yo, en cambio, me rompía en pedazos, vacía, intentando salir de un laberinto que me decía “te ves hermosa” mientras me devoraba.

Y nadie te avisa que salir también duele. Que cuando decides desconectarte, el silencio pesa más que mil notificaciones. De pronto ya no hay corazones que confirmen que existes ni pantallas que te devuelvan una versión mejorada de ti. Solo quedas tú: sin filtros, sin música épica, sin modo retrato. La realidad no tiene brillo, pero tiene textura; no da likes, pero deja cicatrices verdaderas.

Mientras tanto, el clickbait sigue cocinando su banquete emocional: promesas bajas en calorías y altas en culpa. “Pierde cinco kilos en tres días”, “El secreto de su abdomen perfecto”. Nos venden salud glorificando la inanición; nos sirven autoestima con sabor a culpa light. El algoritmo se alimenta de nuestras heridas y el mercado las sazona con marketing y ansiedad.

Yo también fui parte del menú. Fui plato fuerte en la cena del algoritmo y postre de validación ajena. Pero un día apagué la pantalla y me vi, sin filtros ni brillo, y supe que no era tan terrible. Que el cuerpo que había aprendido a odiar era, al fin, solo mío. Que no necesitaba permiso para existir ni confirmación para sentirme suficiente.

Porque tal vez la verdadera revolución no sea desconectarse del mundo digital, sino aprender a mirarse sin hambre y sin miedo. A veces, ganarle al algoritmo es tan simple —y tan difícil— como dejar de ser su receta favorita.

Por Juana Valentina Parra

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