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Cada vez que aparece en las noticias un operativo de ICE, siento el mismo nudo en la garganta. A veces es rabia, un fuego que me empuja a alzar la voz; otras veces es tristeza, un peso que me hunde en la silla. La rabia me dice que es intolerable que un país que se llama democrático encadene familias y deporte a quienes llevan años construyendo raíces aquí. La tristeza me susurra que ya hemos marchado, denunciado, llorado, y que, aun así, ICE sigue funcionando con la misma frialdad burocrática, como una máquina implacable que ni se inmuta ante las lágrimas.
La injusticia nos divide en esos dos extremos: la tristeza paraliza, la rabia empuja. La tristeza es resignación: madres que ven cómo les arrebatan a sus hijos en un aeropuerto, y apenas logran gritar; hombres y mujeres deportados incluso con documentos legales en mano, demasiado cansados para enfrentarse a un aparato que siempre gana. La rabia, en cambio, es insomnio: es el grito de los activistas que no soportan ver más familias destrozadas, la voz de los jóvenes que interrumpen actos públicos para incomodar a quienes prefieren no escuchar. Pero la rabia, si no encuentra cauces, se desborda: de la protesta pacífica pasa al vandalismo, del vandalismo a la violencia, y pronto al terreno en el que ICE se mueve con soltura: el de la guerra contra un “enemigo interno”.
A este ciclo emocional se suma el extremo de la brutalidad. ICE no solo ejecuta detenciones: las ejecuta con violencia calculada, casi teatral. Puertas derribadas en la madrugada, niños despertados por el ruido de botas y armas, esposas en las muñecas de padres frente a sus hijos. El proceso legal, cuando existe, suele estar lleno de trampas y vacíos: audiencias sin traducción adecuada, personas sin representación, plazos que se violan sin consecuencias para el sistema, pero con consecuencias irreparables para las familias. Y está lo más perturbador: los desaparecidos. Personas detenidas en la noche que no vuelven a aparecer en ningún registro durante días o semanas. Familias que recorren oficinas, que llaman a centros de detención, que imploran información y reciben silencio. Esa opacidad es también una forma de violencia: el secuestro bajo el sello de lo “legal”.
Frente a todo esto no solo están los tristes y los rabiosos. También están los que justifican. Los que dicen: “Si están aquí, es ilegal, y lo ilegal debe castigarse”. Para ellos, la ley pesa más que la humanidad. Pero la historia nos recuerda que la esclavitud fue legal, que la colonización fue legal, que los campos de concentración también tuvieron su marco jurídico. La legalidad, sola, nunca ha sido sinónimo de justicia.
Otros son más fríos y se refugian en un “de malas”. Creen que los inmigrantes sabían a lo que se exponían, como si la desesperación de huir del hambre o de la violencia fuera una apuesta voluntaria. Están también los que piensan que todo es exageración: que los centros de detención no son tan terribles, que las deportaciones no son tan arbitrarias, que las denuncias son retórica de campaña. Y, quizá más devastador que todo eso, está la indiferencia: quienes simplemente no sienten nada porque creen que este problema no les toca.
En el extremo más triste están los que sí sienten dolor pero no hacen nada. Lloran las injusticias, pero su silencio termina siendo otra forma de legitimación. Esa pasividad es, quizás, la más útil para ICE: no incomoda, no protesta, no estorba.
El resultado es un ciclo perverso. ICE se alimenta de la tristeza porque la resignación le da vía libre. Se alimenta de la rabia porque la violencia le ofrece la excusa perfecta para presentarse como guardián del orden. Se alimenta de quienes justifican sus abusos en nombre de la ley, porque la legalidad sin humanidad se convierte en impunidad. Se alimenta de los indiferentes, porque la apatía es otra forma de complicidad.
El problema es que la injusticia, como sistema, no necesita solo de la brutalidad del poder: necesita también de la red de emociones sociales que la acompañan. Y por eso la salida no está en elegir entre tristeza o rabia, sino en transformar ambas. La tristeza debe volverse lucidez: memoria, documentación, denuncia. La rabia debe volverse organización: resistencia sostenida, presión política, litigio, movilización estratégica.
La desobediencia no tiene que terminar en violencia: puede convertirse en fuerza cívica. La indignación no tiene que volverse guerra: puede volverse movimiento. Porque lo que ICE más teme no son nuestras lágrimas dispersas ni nuestros gritos aislados, sino nuestra capacidad de convertir el dolor en estrategia y la indignación en cambio.
El dilema frente a ICE no es entre rabia o tristeza, sino entre resignación y acción. Si nos quedamos en la tristeza, la injusticia seguirá avanzando. Si nos dejamos arrastrar por la rabia desbordada, el sistema encontrará su justificación. Pero si logramos convertir ambas emociones en motor de organización, entonces habrá esperanza.
La legalidad nunca ha sido garantía de justicia. Y mientras no entendamos que el silencio y la indiferencia son tan peligrosos como el abuso mismo, seguiremos atrapados en un ciclo de lágrimas, furia y violencia. Lo que necesitamos es un puente: uno que convierta el dolor en estrategia y la indignación en cambio. Porque lo verdaderamente peligroso para ICE no es que sintamos tristeza ni que sintamos rabia: es que un día decidamos dejar de llorar solos y de gritar por separado, para empezar a organizarnos juntos.