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La idea de que Eurovisión es un evento apolítico ha sido repetida con insistencia, como si el entretenimiento pudiera estar aislado de los contextos históricos y sociales que lo rodean. Sin embargo, desde su creación, este festival ha estado atravesado por decisiones y omisiones profundamente políticas. La edición de 2024, celebrada en Malmö (Suecia), lo dejó más claro que nunca, al permitir la participación de Israel mientras su gobierno ejecuta una operación militar en Gaza que ha sido calificada como genocidio por expertos y relatores de Naciones Unidas.
La cobertura de algunos medios internacionales, como The Times of Israel, ejemplifica cómo ciertos discursos periodísticos ocultan esa dimensión política. En el artículo titulado “Thank you, JJ, for Israel at Eurovision – First would have been the worst” se celebra la actuación de Eden Golan sin mencionar las protestas masivas, el rechazo de miles de artistas y los llamados a suspender la participación israelí. Al omitir el contexto del genocidio en Gaza y presentar la controversia como una reacción antisemita, el artículo reduce una crítica legítima de derechos humanos a una simple agresión ideológica.
Es peligroso asumir que toda crítica a las acciones militares del Estado de Israel es un ataque antisemita o antisionista. Esta confusión deslegitima el debate, silencia a víctimas palestinas y criminaliza la disidencia. Reconocer las violaciones al derecho internacional cometidas en Gaza no es antisemitismo: es una exigencia ética.
La historia de Eurovisión desmiente su pretendida neutralidad. En 1974, Portugal presentó una canción que se convirtió en himno de la Revolución de los Claveles; en 1975, Turquía se retiró por la participación de Grecia tras la crisis de Chipre; y en 2022, Rusia fue excluida tras invadir Ucrania. Entonces, ¿por qué con Israel se invoca la “no politización”?
En 2024, la Unión Europea de Radiodifusión (UER) censuró expresiones de solidaridad con Palestina, mientras permitió a Israel modificar su canción para evitar referencias polémicas. Este doble rasero expone un sesgo institucional que normaliza la violencia israelí al tiempo que sanciona otras. La aparente “neutralidad” del festival no es más que una forma de complicidad.
Mientras tanto, Gaza enfrenta una destrucción sistemática: más de 35.000 muertos, la mayoría civiles; ataques a hospitales, universidades, archivos y centros culturales. En este contexto, celebrar la participación de Israel en un evento internacional, sin mencionar el genocidio en curso, equivale a blanquear crímenes. Eurovisión no está al margen del mundo: es un escenario más donde se negocia la legitimidad política a través de lo cultural.
Los medios de comunicación, por su parte, tienen una responsabilidad ética: informar implica dar contexto, no solo replicar comunicados oficiales. Presentar a Eden Golan como víctima de protestas antisemitas, sin mencionar la devastación en Gaza, es una forma de desinformación. Como señalan Kovach y Rosenstiel (2007), el periodismo no debe servir a los poderosos, sino cuestionarlos.
En tiempos de genocidio, la supuesta imparcialidad mediática y cultural puede ser una forma de silencio cómplice. Los escenarios de Eurovisión no pueden seguir cantando como si nada pasara. Y el periodismo no puede seguir escribiendo como si no tuviera responsabilidad frente al dolor que decide ignorar.