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Este mes se cumplieron treinta años del estreno de La Haine, la icónica película francesa dirigida por Mathieu Kassovitz que retrata los bajos y hostiles suburbios parisinos, convulsos por manifestaciones violentas, siguiendo la historia de tres jóvenes amigos: Hubert, un negro; Vinz, un judío; y Saïd, un árabe.
El cine es la única expresión artística que puede figurar la vida tal como es, representando la realidad como si fuera un sueño y siendo un vehículo para explorar el propósito de la existencia humana, pues tiene la capacidad de capturar su dimensión fundamental: el tiempo. Todo lo que existe, existe en el tiempo y no puede existir fuera de él, pues la existencia precede a la esencia, y la esencia es, por definición, lo que se es. Sin tiempo no hay existencia; por tanto, no hay esencia: no hay ahora, antes o después; no puede haber yo, ello o aquello. El cine es el arte de esculpir el tiempo, por ejemplo, el tiempo de los suburbios del mundo.
La angustia del yo, proveniente de todas las preguntas que implica el existir, más que ser resuelta con respuestas, ha de ser transitada con preguntas, ejecutadas mediante formas expresivas determinadas y determinantes a la vez, como el arte. Por eso existe el cine, y por eso existe La Haine: el retrato de un tiempo y un espacio —los suburbios de París— como forma, que a su vez son todos los suburbios de todas las ciudades del capitalismo, como signo. Los lugares físicos de la subestructura social, entente de la superestructura social, y que, por la integridad del sistema, por el statu quo, deben permanecer así: subyacentes, excluidos, expoliados. De ahí la condena al ostracismo y a la constante disyuntiva entre lo legal y lo ilegal impuesta a los Vinz, los Saïd y los Hubert del mundo. Tan distintos en su color de piel, facciones físicas y religiones, como iguales en su condición material, su acervo cultural y su odio.
No es injustificado el odio que los hijos de las clases trabajadoras conjuran contra el Establecimiento. Las piedras e insultos que jóvenes agrupados en línea les arrojan a los policías, sea en Bogotá o en Katmandú, son suscitados por un contrato social roto. Pero “la haine attire la haine” (el odio engendra más odio), tal como Hubert le dice a Vinz, tratando de hacerle ver que es absurda su idea de matar a un policía en represalia por el caso de brutalidad policial que tiene entre la vida y la muerte a uno de sus amigos, participante de las protestas.
El final de La Haine es trágico, pues no puede ser de otro tipo el final del odio: una espiral vertiginosa que se precipita hacia la destrucción total. Es la historia de un hombre que cae desde un quincuagésimo piso y, mientras cae, se repite a sí mismo que hasta ahora todo va bien. Pero lo importante no es la caída, sino el inexorable aterrizaje.
Esa es la pregunta que transita La Haine: la pregunta del odio. De ahí proviene su valor y su vigencia, por ser este un sentimiento latente y enquistado en nuestras sociedades. El tránsito de las preguntas conlleva al entendimiento del problema que las origina y, por tanto, a la expansión de sus posibilidades de ser reinterpretado y resignificado. Ahí donde habita la fealdad del odio, también lo hace la belleza de su trascendencia en forma de verdad, perdón, reparación y no repetición; algo que hemos comprendido —y ojalá sigamos comprendiendo y poniendo en práctica— en este país.