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La ratificación de la destitución de Luis Francisco Perdomo, exdirector de La Picota, por parte de la Procuraduría, es solo la punta del iceberg de un problema mucho más profundo: la corrupción que sigue impregnando el sistema penitenciario en Colombia.
El caso de Perdomo es conocido por todos: exigió 30 millones de pesos a un recluso a cambio de beneficios extraordinarios, como visitas familiares durante su extradición. La Procuraduría lo destituyó e inhabilitó por 17 años, señalando la falta de moralidad en su actuar, pero lo que pocos parecen preguntarse es si esto realmente cambia algo. ¿De verdad la destitución de un solo funcionario resuelve el problema de fondo? La respuesta es no. La corrupción en las cárceles colombianas es un problema sistémico que va mucho más allá de este caso aislado.
Cuando hablamos de corrupción, no nos referimos solo a individuos como Perdomo. Este caso es solo un reflejo de una estructura que permite que el poder se abuse, que los privilegios en las cárceles se otorguen a quienes tienen los medios para comprarlos, y que los que deberían estar en la cárcel, sean los mismos que gestionan el sistema. La red de complicidades dentro del Inpec y las instituciones judiciales no es nueva, ni está limitada a unos pocos funcionarios corruptos. Este es un círculo vicioso, que involucra desde jueces hasta agentes de la policía, pasando por abogados y, por supuesto, los mismos reclusos que tienen los recursos para negociar su libertad.
Luis Francisco Perdomo, al igual que muchos otros, no actuó en solitario. ¿Qué decir de la forma en que la transacción fue realizada en un restaurante de un hotel en Bogotá, sin ningún temor a ser descubierto? Esta escena habla más de la normalización de la corrupción dentro del sistema penitenciario que del error de un funcionario. Si Perdomo estaba tan confiado de que su acto quedaría impune, es porque sabía que no era el único que operaba de esa forma. Lo que está en juego aquí no es solo el comportamiento de un individuo, sino la falta de controles y de un sistema de vigilancia serio y efectivo que evite estos abusos.
Además, es fundamental recordar quién era el recluso involucrado en este caso: José Bayron Piedrahíta, alias El Árabe, conocido lavador de activos del Cartel de Cali. Piedrahíta no es un recluso común, y su relación con el director de La Picota muestra cómo el sistema penitenciario permite que criminales de alto perfil sigan manejando los hilos desde dentro de la cárcel. Aquí, no solo se compra un favor: se compra el poder de manipular el sistema a su favor. Esta situación no es un caso aislado; es parte de una lógica que ha mantenido durante años a la corrupción como una constante en las cárceles colombianas.
La pregunta es: ¿cómo seguimos tolerando este tipo de prácticas? Si bien la sanción a Perdomo es un paso en la dirección correcta, no debemos perder de vista que la solución no está en destituir a unos cuantos corruptos, sino en cambiar por completo la estructura del sistema penitenciario. Es necesario que se implementen mecanismos de control más rigurosos, que se fortalezcan los procesos de transparencia y que se dé prioridad a la rehabilitación y al respeto de los derechos humanos dentro de las cárceles. El Inpec necesita una reforma estructural urgente, que vaya más allá de parches temporales.
Mientras tanto, seguiremos viendo cómo la corrupción sigue penetrando en las instituciones, socavando la confianza de los ciudadanos en la justicia. El caso de Perdomo es una advertencia de que, sin una reforma integral, el ciclo de impunidad y corrupción continuará, afectando a todos los colombianos y fortaleciendo a quienes, en lugar de pagar por sus crímenes, logran obtener beneficios gracias a un sistema que está más enfocado en proteger a los poderosos que en hacer justicia.