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“Una reflexión íntima sobre la enfermedad, la muerte y el acto de narrar como forma de resistencia”.
Mi madre empezó a tomar quimioterapia oral, una forma de disimular el procedimiento de la enfermedad, pienso yo. Nunca nos avisó cuando comenzaría con el medicamento. Es complicado imaginar que en el vientre materno no se haya incubado un hermano, sino un cáncer, es decir, la muerte.
La quimioterapia oral puede tomarse en casa y a veces genera menos efectos secundarios que la intravenosa. Incluso da un poco más de control, porque uno mismo la administra con cierta autonomía. Sin embargo, el cabello igual puede caerse. Esa pérdida me preocupa porque es lo que más recuerdo de ella cuando no estoy: su cabello. Necesito imaginármela para no sentirme solo.
Ver a mi madre me hiere, como un corte en el rostro. Observo su deterioro: la vejez, el cansancio, la enfermedad. Y me siento culpable. Ella ha estado enferma desde que nací, sobreviviendo al agotamiento y la nostalgia. Me invade la incapacidad de cargarla en mis manos y tragármela, volvernos uno solo para comprender su dolor. Quisiera que fuese mi piel para que nada le doliera.
Es atemorizante verla reducirse a carne y corazón. Escribir poemas sobre ella y no verla humana, no contemplarla como madre. Creo que me ha estado preparando para su muerte sin saberlo, pero nunca estoy listo. Solo puedo escribirla muerta en mis letras, y aun así nada le haría justicia. La muerte de mi madre sería un silencio.
Pienso en su esfuerzo por sostener su cuerpo, en la sangre aguada que no cicatriza. Me convenzo de que le falta oxígeno. Uno de los efectos secundarios es la pérdida de sensibilidad en las manos: no puede sostener nada. Dice que es como si un batallón de hormigas la mordiera. Sus manos, hinchadas y maltratadas, me inquietan. A veces imagino que, de madrugada, podría arrancarse los dedos con los dientes.
También sufre náuseas y migrañas que enredan sus pensamientos. Pienso que mi madre es suicida en secreto. Que reflexiona que la solución al dolor es la muerte. Y me asusta encontrarla ahorcada en la cocina. Nunca se puede pensar en la muerte de una madre como algo natural. Siempre hay algo allí, incomodando. Si mi madre quisiera suicidarse, no sabría cómo ayudarla. He fallado en cuidarla, en hacerla saludable y risueña.
Me pregunto: ¿Cuándo dejó de ser la mujer que conocí de niño? Desearía verla con esa mirada ingenua que no entiende la enfermedad y cree que un dibujo de colores puede sanarla. Su quimioterapia es reciente, pero no sé desde cuándo. Incluso acudió a la acupuntura para aliviar sus manos, pero terminó con ellas vendadas. No funcionó. Tal vez nada funcione.
Las enfermedades de mi madre trajeron a mi cuerpo una respuesta brutal: mamá tendrá que morir. ¿Y qué? Ella dispondrá de un ataúd por culpa de un infarto o un cáncer. ¿Y qué?
Yo escribo sobre la muerte de mi madre porque está viva. Porque cuando termine esta página ella estará afuera, sentada en la silla, sonriendo, abriendo los brazos. Y yo iré hacia ella para sentirla: enferma, pero viva. Para olerla como el día en que nací. Se trata de eso: de matarla en la escritura.
Pero un día terminaré el poema, cerraré la libreta, saldré a la intemperie, y mi madre será solo el sonido del reloj marcando la hora: las 04:30 de la tarde, la misma que marcaba cuando murió.