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En democracia, las elecciones deberían abrirle puertas a la política. Pero ello sólo ocurre en regímenes parlamentarios como el danés o el italiano, no en presidencialistas como el venezolano o el colombiano.
En los primeros, el resultado en las urnas abre un juego político donde las minorías ejercen poderes decisorios. En los presidencialistas, el resultado electoral clausura las puertas de la política anulando el papel de las minorías. Ello podría explicar por qué los primeros tienden a hacer crisis menos duraderas mientras que los segundos padecemos crisis proclives a la violencia atroz.
Los parlamentarios interpretarían mejor al gobierno constitucional griego. Y, como también lo advirtió Aristóteles, los presidencialistas serían proclives a degradar en tiranías donde los demagogos hacen y deshacen a nombre de las mayorías populares. Por estas razones, Venezuela y Colombia navegan este joven siglo XXI amenazadas por demagogos que tienden a gobernar como tiranos haciendo de la bandera de la patria parte de su vestuario personal, develando que en verdad buscan “ponerse de ruana” a sus naciones.
Maduro está más cerca de la tiranía que, por ejemplo, Uribe. Pero sus distancias conceptuales son mínimas. Su disfraz de demócratas los ha conducido a proponer que, como ocasionalmente han triunfado en una u otra elección, ello los hace voceros puros o centristas de la más excelsa democracia. Ignoran crasamente que el triunfo electoral no garantiza algún tipo de democracia constitucional. En Venezuela, un fraude electoral difícil de probar, pues para ello se urde, le habría propinado una maloliente derrota a la oposición. En Colombia, una trapisonda penalizable contra la Constitución estuvo a punto de reelegir por segunda vez a quien pretende hacer de la opinión pública un instrumento para convertir al Estado en otra finca de su propiedad. La diferencia entre ambos resulta casi imperceptible. Por eso se odian.
Si a lo electoral le añadimos que la democracia moderna es también participativa y deliberante, llegamos a la nuez de la trampa. Maduro se vende como triunfador demócrata de varias elecciones, pero cierra la prensa deliberante negándole al pueblo canales de expresión libertarios, además, mediante el chantaje violento de los llamados “colectivos”. En Venezuela, la censura ha llegado a cerrar los suministros de papel periódico e higiénico, de pronto intentando probar que quien ose escribir sólo echa mierda. Ya no hay papel para lo uno ni para lo otro.
En Colombia, la intentona es más compleja. Las Fuerzas Militares han logrado “derechos económicos y sociales adquiridos en medio siglo de guerra” (El Espectador, 2014-02-23, pág. 12), el Poder Judicial se ha convertido en coto de caza de los más antiguos juristas confabulándose para repartirse los cargos de las magistraturas, y el Legislativo funge de elector cómplice de ambos a cambio de recibir microfavores electoreros. En paralelo, la guerra ha acallado las voces de las minorías llevando al cementerio a sus líderes y la justicia ha prostituido su balanza garante de los derechos ciudadanos. El Congreso representativo elige a sus vigilantes constitucionales de modo que representar al pueblo les signifique engullirse impunemente los contratos públicos. Y buena parte de las mayorías venden su voto por una botella de ron y un tamal.
En ambas naciones, sus tiranos intentan vendernos como paz su guerra, como verdad sus mentiras y como democracia su vulgar intentona tiránica. La democracia es un régimen protector de minorías, pero las minorías están sojuzgadas por el dedo astuto del tirano. Estamos involucionando de la democracia a la dedocracia sin pena ni gloria.
