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“Si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento”, decía George Orwell en 1984.
Ha corrido mucha tinta sobre la necesidad de modular el lenguaje, sobre los matices como arma de pacificación masiva. Y ya iba siendo hora: de responsabilizarnos por nuestras lenguas; de no ser más déspotas de la palabra, blandiéndola a diestra y siniestra, desde el palco y sin pensar.
Ya iba siendo hora de entender que la “opinión pública” somos todos, y que es esa la que tumba o ensalza, la que retratan de manera borrosa y desenfocada las encuestas, y que grita herida detrás de una pantalla, pero tiembla ante la idea de rozar con la punta de los dedos el agua revuelta. No habíamos querido echarnos al hombro esa responsabilidad —o ninguna, a decir verdad—.
Cuando de pronto, y en la urgencia del incendio, entendimos que las palabras eran más que ensambles de letras al azar. Con palabras construimos imaginarios, y algunos calan tan hondo como el de la guerra o la paz. Por los tiempos que corren vemos con asombro que las letras indignan y aterran. Pero esa misma fuerza construye y sana. Hasta ahora habíamos subestimado el poder de los discursos en la deconstrucción de una dinámica de violencia que parecía inquebrantable.
Y sí, a punta de palabras no se apaga un incendio. Y a punta de antojo no se acaba una guerra. Pero sí se arrancan las malas hierbas que vuelven árido el terreno, y se pueden sembrar las bases para una convivencia distinta. Podemos, si le metemos la ficha, llegar a cambiar el paradigma que nos amarra.
No podemos seguir esperando que “ellos” lo hagan todo. Los negociadores, el Gobierno, las Farc, los equipos de desminado, los diplomáticos, los campesinos, los militares, los guerrilleros, Noruega, Cuba, Chile, Venezuela, Plutón... Ellos, los encargados, los siempre errados. La paz es un proceso de creatividad mental y si dos cabezas piensan mejor que una, ¿qué tal 48 millones?
Hay momentos así, donde convergen todos los inconvenientes, pero también todas las oportunidades. Y hay que agarrarlos antes de que se escapen. Nunca hemos estado tan cerca de llegar a alguna parte. No porque vaya a ser fácil, sino porque nunca habíamos llegado tan lejos. Nunca habíamos hundido tan profundamente la daga en la herida de nuestra historia y escarbado las raíces del mal. No de manera tan pública ni tan abierta.
Tal vez no seamos portavoces en La Habana. Tal vez estemos lejos del Putumayo y del Cauca. Quizá necesitemos un arsenal de telescopios para entender qué pasa. Pero lo queramos o no, somos parte de un período que nos pertenece.
La justicia transicional reposa sobre cuatro pilares: la justicia, la verdad, la reparación y las garantías de no repetición, y éstas dependen directamente de la gente. No sólo de quienes estuvieron alzados en armas, sino de todos, y de hacerle el quite a las dinámicas que perpetúan ciclos de violencia.
Tendemos a sentirnos impotentes frente a procesos tan complejos, políticos, ajenos. Pero la RAE define “garantía” como aquello que asegura y protege contra algún riesgo o necesidad. Y en ese sentido está a nuestro alcance ser nosotros mismos nuestra propia garantía. ¿De qué manera? Garantizando que la “opinión pública” no le dará la espalda a la paz y que crearemos modelos constructivos en donde la violencia sea rezagada. Así siempre queden coletazos para recordarnos que la construcción es constante y que la paz no es algo estático sino una lucha diaria.
Xajamaïa Domínguez Mazhari.
@nilnovisubsole
