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No hay duda de que los cinco jóvenes víctimas de la masacre en Cerro Rico, corregimiento de Buga, Valle del Cauca, eran hombres y mujeres de bien, muchachos blancos de clase media que podrían ser como cualquiera de nosotros, pero no todas las víctimas de una masacre en el país cumplen con la suerte de despertar la empatía y la solidaridad de otros.
Las familias de los cinco jóvenes brutalmente asesinados en la masacre del barrio Llano Verde al oriente de Cali deben cargar con el estigma que recae sobre sus hijos, aún después de muertos, y con la inoperancia del Estado que propició las dudas sobre la inocencia de las víctimas.
El crimen que ocurrió en la capital del Valle lastimosamente no despertó las mismas reacciones de la masacre en Buga. El alcalde de Cali no salió inmediatamente a respaldar la inocencia de los jóvenes. Aun cinco meses después la Gobernación no ha ofrecido recompensa por información acerca de los asesinos y a 24 horas de “militarizar” Llano Verde, justo frente al CAI del barrio, desconocidos lanzaron una granada.
El clasismo de los caleños con las y los habitantes del oriente de la ciudad se extiende cada vez más e incide en los hechos más trágicos del departamento. En noviembre de 2019, la noche recordada porque desconocidos irrumpían en apartamentos de varias ciudades, los habitantes del sector más exclusivo de la capital del Valle aseguraban por redes sociales que los culpables eran “los del oriente”. El 28 de enero de este año la policía de Cali realizó numerosos operativos para prevenir la delincuencia en el municipio y la zona escogida fue el oriente de la ciudad.
Ante este panorama era predecible que a pocos les importara la masacre de cinco jóvenes en un barrio del sector más despreciado de la capital.
Incluso en la muerte las personas negras son revictimizadas. Según la primera versión de los hechos emitida por la Fiscalía, la masacre se produjo porque los cinco amigos decidieron comer caña de una cosecha. Desde hace varias décadas los caleños se acostumbraron a esa práctica entre los miles de kilómetros de cañaduzales que hay en el Valle. Un anuncio tan apresurado y poco fiable fue absurdo y atrevido con la inteligencia de las víctimas.
Aun frente a todos los hechos, con testimonios de familiares y testigos visuales, a la fecha no existen responsables materiales ni intelectuales de asesinar brutalmente a cinco muchachos afro a plena luz del día en la tercera capital más importante del país. El racismo institucional en Colombia ignora, desplaza y victimiza. Las familias afro saben que es así, pero después de perder a sus hijos lo mínimo que esperan es que ese mismo Estado que no los pudo proteger investigue lo que ocurrió sin culpar a un hombre negro en el camino.