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En la zona en que vivo, el Park Way en el tradicional barrio capitalino de La Soledad, recientemente se han disparado las alarmas de oficinas, pues las de carros vienen de tiempos antiguos. El 3 de febrero, por ejemplo, cuando llegó la luz a las 10 PM, luego de un corte de varias horas, aulló la alarma del local de una firma de ingenieros, que es la agregación de cuatro antiguas casas hoy remodeladas como oficinas sin mayor estética. Luego de una hora de sonido infernal algunos vecinos nos asomamos a ver qué se podía hacer. Al rato acudió un funcionario de Telesentinel, empresa a la que está afiliada la alarma en cuestión, pero nos dijo que no podía hacer nada, salvo reportar el caso para que al día siguiente se revisara el aparato. Nos enteramos de que no hay manera de apagar una alarma si no es entrando al local y el funcionario no tenía esa licencia. Estábamos en esas cuando vimos llegar a dos patrulleros del CAI cercano en una moto. Pero ellos tampoco pudieron hacer nada, pues por ley no pueden entrar a una propiedad privada a no ser que los dueños lo permitan. Y resulta que los “dueños” de esas oficinas no viven en el barrio. Tienen sus casas en el norte, alejados de los ruidos de la ciudad, posiblemente en uno de los humedales hoy urbanizados. Esa noche la alarma sonó durante más de tres horas. Milagrosamente se apagó y pudimos conciliar un sueño frágil, pues no sabíamos si iba a aullar de nuevo. A los pocos días la administradora del edificio en donde vivo hizo llegar una carta de protesta y recibió como respuesta la promesa de revisión de la alarma pero con la explicación de que posiblemente fue un gato el que la activó. Y así ha seguido pasando ya no solo en ese negocio, sino en otro de reparación de computadores, en una iglesia evangélica cercana, en un club de suboficiales y en un desalentador y largo etcétera. Resulta que en esta zona de Teusaquillo hay una tendencia creciente no solo a reemplazar viviendas familiares por oficinas sino a ahorrar la mano de obra de celadores nocturnos por esos sistemas de seguridad electrónica.
De esta forma, noche tras noche aumenta el ruido de estas alarmas que se disparan sin ton ni son. Unas duran un minuto, suficiente para desvelarlo a uno, otras un cuarto de hora y las hay de horas enteras. Tristemente parece que los que menos se preocupan son los ladrones, quienes ya habrán aprendido que pueden dedicarse a sus labores con tranquilidad, pues nadie le va a hacer caso a una alarma que suena en cualquier momento. Bueno, también aúllan de día pero las amortiguan las alarmas de los carros, las sirenas de las ambulancias, las obras públicas en los andenes, y el perifoneo de ventas de mazamorra o de compra de chatarra.
El POT define esta zona como de vivienda familiar consolidada, pero no frena el creciente número de oficinas con alarmas. La alcaldía local, que está muy cerca, nada hace. Los vecinos desesperados no sabemos a qué autoridad acudir o a cuál dispositivo legal apelar para controlar esta contaminación auditiva mientras contemplamos con indignación el desborde de una seguridad privada que nada protege en la práctica. Solo sirve para desvelar al vecindario.
* MAURICIO ARCHILA NEIRA
Profesor Universidad Nacional, Habitante del Park Way.
