El pintor de batallas

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Columna del lector
26 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.
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Por Luis Felipe Estrada Escobar

En El Testigo: Caín y Abel, documental dirigido por Kate Horne y producido por Guillermo Galdós, no solo se exalta la labor periodística del reportero gráfico Jesús Abad Colorado, sino que de alguna manera se muestra su lado más humano; se lo ve volviendo a los lugares en donde logró retratar los horrores de nuestra violencia y, así, construir la memoria histórica que nos impida repetirla, pero sobre todo vuelve para hablar con los protagonistas de esas historias que intentó inmortalizar a través de su lente, para seguir el rastro de sus vidas y, si se quiere, continuar acompañándolas en medio de su dolor.

Por eso se encontró con aquella niña —ya convertida en adolescente— de la Comuna 13 de Medellín, para ver su vida a través de la misma ventana —rota por una bala— por la que se asomó aquella tarde en la que oprimió el obturador mientras los paramilitares y el Ejército se tomaban el lugar; visitó en la zona de campamento para la desmovilización a la joven a quien retrató clavando una cruz en la tumba de su padre en San José de Apartadó, quien años después, con sed de venganza, decidió unirse a la guerrilla; caminó dos horas hasta la finca donde viven Beatriz y su esposo, cuyo matrimonio registró como una luz de esperanza en medio del luto generalizado en Granada (Antioquia) tras el ataque de la guerrilla que dejó 20 muertos y buena parte de la población destruida; remontó el río Atrato para verse de nuevo con Domingo en Bojayá, quien ayudó a recoger los cuerpos “desbaratados” de los 79 niños y adultos que el 2 de mayo de 2002 se refugiaban en el templo, allí donde capturó la imagen del Cristo mutilado, y, finalmente, tuvo un emotivo encuentro con el joven a quien de niño retrató en la morgue del hospital de San Carlos (Antioquia) vistiendo los cadáveres que dejó una incursión paramilitar en esa población, una de las escenas más impactantes de su carrera periodística.

Con este último sostiene la misma conversación que históricamente el periodismo gráfico ha tenido con la ética, esa suerte de constante tensión entre el deber de informar y el derecho a la privacidad: “Pero es una imagen bastante fuerte”, le recrimina el joven al fotógrafo, y éste le contesta: “Los periodistas lo que tratamos de hacer, aquí y en cualquier parte del mundo, es tratar de contar una historia”.

Es difícil encontrar argumentos válidos para recriminarle al periodista el haber obturado en un momento tan humanamente desgarrador, ese instante en el que no solo salen a flote los horrores de nuestra violencia, sino tantos otros de nuestros males, como la explotación infantil, el abandono del Estado —¿qué hacía un niño de escasos diez años sirviendo en la morgue del hospital público de su pueblo a vestir los cadáveres?—, los que en cierto modo justifican haber publicado la imagen por impactante que sea. Pero también es fácil entender a ese niño, ya convertido en adulto, quien increpa al fotógrafo por haber inmortalizado para la historia una imagen que perpetúa los fantasmas de su niñez. El fotógrafo ofrece disculpas, pero insiste en la importancia de dejar una memoria visual de la barbarie.

Es el mismo diálogo que Andrés Faulques e Ivo Markovic sostienen en El pintor de batallas, novela en la que uno se atrevería a pensar que Arturo Pérez-Reverte intentó purgar los demonios que tantas guerras en las que sirvió de reportero dejaron en su lente y en su mente, Markovic le recrimina a Faulques —el fotógrafo—: “Usted le hizo una foto a un soldado con quien se cruzó un par de segundos. Un soldado del que ignoraba hasta el nombre. Y esa foto le dio la vuelta al mundo”.

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