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El Sísifo colombiano: la pérdida de la razón


Jefhersson José Jaimes Cárdenas

20 de mayo de 2024 - 12:00 a. m.

La tenue luz parpadeante del bombillo de la cocina y la voz de una radio que a veces es aguda y otras veces es grave son los indicios de que mis padres se han levantado para trabajar. Se despiertan por lo general a las seis de la mañana, hacen un agua de panela y le echan café —que más que propio es extranjero—, lo juntan con una arepa recién hecha y se ponen la pinta de trabajo. Este ritual marca el inicio de un día que termina cuando el sol se desvanece en el horizonte.

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El colombiano se levanta a trabajar extremadamente temprano con el fin de que el día le rinda y llega a su casa extremadamente tarde, malgeniado, cansado y con la sensación de que el tiempo no le ha durado para nada. Propio del realismo mágico, el tiempo que manejamos en Colombia es completamente adverso a la vida. La clase trabajadora que constituye una gran parte de la población es la misma que, por necesidades de la vida, vive para subsistir. Las familias que medianamente se están acomodando pagan el precio del progreso. Por lo general, hay una persona que ha sacrificado su vida y tiempo para alcanzar el anhelado desarrollo. Por ejemplo, es devoradora esa realidad que se vive dentro del transporte público, uno ve los buses llenos en hora pico y las caras de las personas llegan a ser tan largas como el camino que les espera.

Estamos sometidos al quehacer diario de mantenernos ocupados. El colombiano, a pesar de su pereza, no sabe descansar y por eso siempre está haciendo algo, incluso lo que no debe. Quizás ese sea el malestar que sufre hoy nuestra sociedad; necesitamos un descanso colectivo, un espacio de reflexión que nos permita sentir que estamos vivos, que no somos como el eterno caminante que lleva a sus espaldas una enorme piedra. Es preocupante cómo las necesidades básicas de alimentación, vestimenta y vivienda han moldeado una realidad que bordea lo distópico. Muchos de estos problemas tienen su origen en la política, que controla la educación, regula el mercado y promete tener la solución para todos los males, o al menos eso nos han hecho creer.

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Desde mi infancia, cada vez que visito una vereda, un pueblo o una ciudad observo a la gente trabajando incansablemente: en el campo, en las calles, en los comercios, en los talleres improvisados en los garajes de sus hogares, incluso en los rincones que mal llamamos olvidados por el Estado, en cada lugar hay gente que trabaja día y noche, el descanso les llega cuando la muerte los llama. Esa realidad me lleva a cuestionar si llevamos la vida de una persona o la de un animal.

La sensación colectiva es la de un país que aún lucha contra la pobreza, donde la comunicación y el diálogo son un desafío. El camino hacia una sociedad donde el hambre y la necesidad no sean el pan de cada día parece estar demasiado lejos. Sin duda, vivimos en la sombra de una guerra que no nos inventamos, que se ha heredado como un sentimiento natural y que caprichosamente hemos decidido continuar como un mal hábito.

Por Jefhersson José Jaimes Cárdenas

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