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La polarización es un fenómeno fisicoquímico que define, al interior de un sistema, campo o conjunto, su organización y estructura en torno a dos o más zonas o polos interactuantes, opuestos entre sí respecto a una propiedad o atributo común; atributo que para nuestro caso es la actividad política. Polos cuya pendulación o fluctuación suscitaría al interior del sistema el estado de polarización requerido para sostener su dinámica evolutiva y pervivencia. Condiciones que sin la polarización el sistema no podría alcanzar, viéndose empujado hacia la entropía cero, es decir, a la muerte. La democracia es, por tanto, un modelo sociopolítico sustentado sobre la existencia de la polarización como principio orgánico, hasta hoy exitoso.
Por tanto, no es exacto decir que Colombia ha sido un país polarizado. Lo que nos ha sucedido, por el contrario, es la institucionalización de una franca intención de evitar que el país alcance una sana polarización. Hemos experimentado un ejercicio asimétrico de la política, la implementación de un proyecto unipolar de sociedad, donde una zona del sistema se ha empeñado en anular la posibilidad de que la sociedad alcance la interacción y la alteridad propias de la polarización. Es un proyecto que han defendido a partir de una inteligente tergiversación, demonizando la polarización como el enemigo común, ofreciéndose como adalides de la cruzada para “superarla” y asignándonos de paso el papel de ejército defensor de ese proyecto personal. Un proyecto que han ejecutado con costos muy altos no sólo para las vidas de los demás sino para las suyas propias, que también sufren la zozobra y la inseguridad que produce una sociedad estacionaria y unipolar.
La crudeza de los enfrentamientos entre Rodolfo Hernández y Gustavo Petro, más allá de las particularidades que ofrecen hoy las autopistas de las redes sociales, fue la actualización de nuestro insuperable impulso republicano a replicar ciegamente el modelo unipolar del virreinato español. No obstante, la cúspide de ese proyecto autodestructivo colombiano, el momento vergonzoso en que se hace modelo de Estado la despolarización, fue la configuración del llamado Frente Nacional. Un pacto público de sucesión exclusiva del poder, donde se acordó la anulación de la oposición política y el debate ideológico, en lo que precisamente se sustenta la polarización y la posibilidad de la alternancia que reclama la democracia. En ausencia de los argumentos a los que nos llama una auténtica polarización, nos han quedado el exterminio y el matoneo.
La llegada de un político con el perfil de Gustavo Petro al poder de la nación es la señal de un posible arribo del tan anhelado y urgente estado de polarización en Colombia. Una señal cuya consistencia y madurez dependerá de su capacidad de llevar a cabo la realización efectiva del mundo que nos ha mostrado en campaña, demostrándonos así que la izquierda colombiana ya no es un proyecto político habituado a soñar desde los márgenes, impedido para asumir el centro del poder con vocación democrática. Es el momento de generar credibilidad y confianza.
La duración de los gobiernos en Colombia es corta y muy anchos son los sueños y expectativas generadas en la periferia social que ahora, a través de Petro, irrumpe en la escena pública deseosa de polaridad. También de sueños cuya realización demanda la implicación de más de una generación, no de una sola persona. Sin un proyecto político capaz de generar nuevos liderazgos y un escenario político impersonal de largo plazo, con Petro estaremos no ante un “cambio”, sino ante otra forma de prolongación de nuestro eterno estado de despolarización, ante otro de nuestros “ismos”, otro altar de adoración a la personalidad. Ya veremos.