Elogio de la tibieza

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Columna del lector
18 de marzo de 2018 - 07:59 p. m.
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Por Ángel Castaño Guzmán

Ya varias veces he citado pasajes de Los partidos en Colombia, del polígrafo neogranadino José María Samper. Publicado en 1873, el ensayo —en un procedimiento retórico usual por entonces— examina algunos hitos de la historia patria para terciar en una polémica a la sazón muy candente: el papel de la Iglesia Católica en la vida cultural y administrativa de la naciente república.

Tras una juventud de fogoso liberalismo, Samper descubrió en Europa algo ya intuido por Demóstenes, uno de los personajes centrales de la única novela de Eugenio Díaz Castro: las reformas hechas a la brava y sin tomar en cuenta las particularidades de los pueblos están condenadas a no prosperar. Las iniciativas impulsadas por los miembros del Olimpo radical se estrellaron con la apologética conservadora. Los bandos se hundieron en la intransigencia hasta el punto de abrir la caja de Pandora de las guerras civiles.

Al otear la estampida de violencia, Samper publicó el aludido escrito. En él, asumiendo una postura moderada, capaz de ver los matices y las grietas de los radicalismos, llamó a las fuerzas enfrentadas a superar la burda división entre buenos —nosotros— y malos —los otros—. En otras palabras, José María Samper actuó en coherencia con el pensamiento liberal que en lugar de ser una receta económica o ideología es una actitud vital, un talante distante por igual de las estridencias discursivas y de los hombres providenciales.

Desde luego, el libro fue vilipendiado por miembros del golgotismo y del tradicionismo. Tal como sucede hoy, se pusieron de acuerdo los extremos para lanzar piedras y dicterios a los moderados. Les resultaba muy tibia cualquier opción capaz de encontrar validez en los argumentos de la contraparte, que no llevara al exterminio real o simbólico del adversario.

La nuestra se parece a la historia de Macondo: las cosas pasan una y otra vez. Vivimos días en los cuales la mesura y la sensatez son mal recibidas. Con la etiqueta de comunidad imaginada escindida el profesor Fernán González rotuló a Colombia: entre nosotros la política no es el camino para llegar a pactos de convivencia y respeto. No, es trinchera llena de municiones.

En un ambiente hostil a los moderados se nos llama tibios, pusilánimes. Incluso no pocos se atreven a responsabilizarnos de los males nacionales.

Se equivocan: la tibieza no riñe con las ideas y las reformas. Responde, mejor, a la prudente desconfianza a los sortilegios ideológicos, a los ábrete sésamos políticos impuestos a toda costa por los caudillos.

La tibieza es la forma despectiva de calificar a la tolerancia, esa profunda certeza de la necesidad de aceptar y celebrar la diversidad de formas de ver el mundo y habitarlo siempre y cuando no vayan contra el bien común.

Los tibios, en cierta medida, estamos menos dispuestos a sacrificar en el altar de la utopía el presente y futuro. En lugar de buscar afianzar en la tierra paraísos de cucaña, buscamos y aplaudimos los cambios paulatinos y el progreso gradual.

Un repaso a nuestra historia confirma algo sencillo y revelador: no han sido los tibios los responsables de desencadenar guerras y matazones. No fueron tibios Obando, Mosquera, Caro, Laureano Gómez ni Teófilo Rojas. Tampoco lo fueron los hermanos Vázquez Castaño ni los Castaño Gil.

Desde luego, los radicales chic —tan propensos al monólogo y al insulto— reciben aplausos en las gradas de las redes sociales por sus audacias políticas, por sus incendiarios artículos. Soslayan un argumento irrefutable: en tiempos de intransigencia la barbarie no está lejos.

Vale la pena recordarles, acomodándolo a las circunstancias, el consejo de Alberto Lleras Camargo: “un discurso en el Parlamento se convierte en muchos muertos en las veredas”. Al fin y al cabo la reconciliación entre los colombianos es lo urgente.

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