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En 2017, el contralor general de la República estimó en $50 billones anuales el monto de recursos públicos que iban a parar a manos particulares, producto de las actividades ilícitas de los corruptos en todos los sectores y regiones del país. Ocho años después, no cabe duda que esta cifra se ha duplicado, en el cálculo más conservador. Las noticias de corrupción muestran que el desangre no cesa. Un aspecto relevante de estas noticias es el esfuerzo del gobierno por enfrentar el fenómeno, empezando por no encubrir ni guardar silencio sobre los nefastos hechos descubiertos durante su administración.
Mencionemos solo un sector neurálgico, sensible y con consecuencias mortales, de la corrupción. La malversación de fondos viene desde hace décadas, pero los dos ministros de Salud del actual gobierno establecieron los problemas estructurales y los billones en pérdidas que hacen insostenible el sistema de salud.
Si bien fue determinante revelar la incapacidad financiera de las EPS para operar, por sus billonarias deudas y las reservas técnicas no realizadas, el ministro Jaramillo expresó el impacto humano de esta corrupción: “No solo roba recursos, también le cuesta la vida a los pacientes. Cada peso desviado es un tratamiento que no llega, un medicamento que falta, una atención que se niega. No podemos permitir que sigan lucrándose a costa de la vida de las personas, porque la salud es un derecho, no un negocio”.
De ahí la necesidad de reformar la salud, en lo que todo el país está de acuerdo, para recuperar su viabilidad, adoptar un sistema preventivo y garantizar este derecho fundamental a toda la población, incluida la que reside en pequeños corregimientos o en zonas rurales.
Cero tolerancia con los casos que surjan en su propio equipo de gobierno es la condición para enfrentar la corrupción. El caso más sonado, hasta ahora, es el de la UNGRD, por el impacto sobre población con tantas necesidades, como las que sufren en la Guajira. A diferencia de la complicidad en períodos anteriores, con autores de delitos de “cuello blanco”, la Fiscalía condenó al ex subdirector de esa Unidad, y se esperan más condenas a otros altos cargos implicados.
Los corruptos son los enemigos número uno del pueblo. Su ilegítima ambición, y su abuso de poder, no tiene ninguna consideración con la población. Afectan, en primer lugar, a las personas más vulnerables, a quienes no gozan de los derechos previstos en la Constitución Política. Y, en segundo lugar, sus crímenes atentan contra todos, contra quienes aspiramos contar en todo el territorio nacional con hospitales, carreteras, escuelas, obras de infraestructura, y las instituciones y servicios del Estado.
Los corruptos también son los enemigos número uno de la democracia. Sus actos desmotivan la participación política y aumentan la abstención electoral. Los partidos pierden credibilidad y votar se interpreta con un acto de complicidad por la podredumbre que producen. Los ciudadanos prefieren alejarse y se vuelven apáticos e indiferentes. Por eso, porque la corrupción crece desde hace varias décadas, prácticamente de forma exponencial, sin fórmulas efectivas para detenerla, presenté a la presidencia el proyecto “Una revolución ética. Compromiso urgente con las nuevas generaciones”, para involucrar, preferiblemente con el liderazgo del gobierno nacional, a los entes territoriales, al sector privado, a los jóvenes y a los niños.
El título de este artículo es ambicioso, porque no puede ser de otra manera. Cero tolerancia con prácticas ilegales de consecuencias tan profundas en la sociedad. Para alcanzar un objetivo de esta magnitud, los colombianos nos pondremos de acuerdo, con metas graduales, medibles, para resultados desde el corto plazo. No podemos aspirar a reducir la corrupción a sus “justas proporciones”, sino a erradicar, de tajo, la corrupción de nuestras mentes.
* Especialista en Derecho Económico, Magíster en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales.
Por Gabriel Ángel Muriel González*
