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Seis años en Nueva York han bastado para presenciar lo impensable: la nación que durante generaciones se vendió como faro de la libertad comienza a hundirse en penumbras, como una linterna que chisporrotea antes de apagarse. El deterioro es sutil y, por eso, más aterrador. A la manera de esas cartas que nunca llegan al coronel de García Márquez, los norteamericanos esperan instituciones que respondan. Pero la carta no llega. La democracia aguarda y, en la espera, se marchita.
En solo meses del segundo mandato de Donald Trump, el poder presidencial ha crecido hasta tocar cada rincón del Estado. No es un golpe repentino, sino un goteo constante que erosiona los contrapesos como el agua a la piedra. Los latinoamericanos reconocemos bien el camino de los caudillos que convierten la ley en instrumento personal. Aquí, la democracia no muere de un zarpazo, sino de una suma de pequeñas heridas.
La erosión comienza por la columna vertebral de la república: la justicia. Donde antes reinaba la máxima de que nadie está por encima de la ley, ahora predomina la voluntad de un solo hombre. Trump intentó eliminar la ciudadanía por nacimiento, desafiando la Decimocuarta Enmienda. Aunque la Corte Suprema bloqueó la medida como “abiertamente inconstitucional”, el presidente desoyó el fallo. En la tradición estadounidense, la Constitución ha sido una brújula moral; bajo Trump, se ha vuelto un mapa que puede doblarse a conveniencia. La ofensiva fue más lejos: en septiembre publicó un mensaje dirigido a la Fiscal General, exigiendo que procesara a sus oponentes sin ninguna justificación legal y reclamando en mayúsculas: “JUSTICE MUST BE SERVED, NOW!!!”. Es la escena de un poder que ya no sugiere: ordena.
A la presión judicial se suma la censura. Trump ha convertido a la prensa en enemiga personal, impulsando investigaciones contra CBS y NBC por “distorsionar” la información y exigiendo revocar sus licencias. La presión provocó la renuncia del productor ejecutivo de 60 Minutes tras semanas de presiones. La sátira también cayó bajo amenaza: el comediante Jimmy Kimmel fue suspendido después de que la FCC advirtiera “consecuencias” por sus burlas al gobierno. El humor, termómetro de libertad, se volvió peligroso.
Al ataque a la justicia y la censura, le sigue la intimidación. El asesinato del conservador Charlie Kirk se convirtió en el pretexto para perseguir a la oposición, a pesar de que altos mandos policiales dudan que el asesino tuviera nexos con los grupos de izquierda ahora señalados. Funcionarios describen la estrategia como una “nueva guerra contra el terror” , donde los “terroristas” son ahora oponentes dentro de Estados Unidos, incluyendo organizaciones sin ánimo de lucro, donantes como George Soros y cualquiera que se oponga a la agenda del presidente. Este plan se materializa en el memorando NSPM-7, una directiva que amenaza a la oposición al incluir como indicadores de peligro el “antifascismo” o el “anticapitalismo”. Bajo esta directiva, cualquiera que se oponga a la agenda presidencial, corre el riesgo de ser perseguido como terrorista. El objetivo, según lo expresó un alto funcionario a Rolling Stone, es claro: los oponentes “necesitan sufrir”.
Tal como el coronel de García Márquez esperaba la carta que nunca llega, así veo hoy a millones de estadounidenses aguardando que sus instituciones respondan. Pero la historia advierte que cuando la espera se agota, el silencio se llena con un nuevo nombre. Las heridas descritas —justicia como arma, prensa como enemiga, disidencia como terrorismo— son los pasos calculados en la caída al fascismo.
Para nosotros, en Colombia, es un eco familiar. El correo no viene; lo que llega en su lugar es la sombra de un orden distinto.
*Colombiano en Estados Unidos. Por razones de persecución a inmigrantes en ese país, solicitó el uso de un seudónimo.