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Sería injusto si no reconociéramos los esfuerzos desplegados por el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, su equipo de gobierno y la Fuerza Pública para capturar a los tres fleteros que en días pasados asaltaron un vehículo en la autopista Norte a plena luz del día, con la mala fortuna de haber sido grabados por la cámara de un aficionado que registró con su teléfono móvil los largos y desesperantes momentos que seguramente vivieron los ocupantes del vehículo mientras los sujetos armados los despojaban de sus pertenencias ante la mirada impávida de los conciudadanos.
Por Luis Felipe Estrada Escobar
Y decimos que sería injusto no valorar el empeño desplegado por las autoridades municipales porque los resultados mostraron que efectivamente el trabajo en equipo y coordinado condujo a que, en menos de 24 horas, los presunto autores estuvieran capturados, vaya uno a saber si con el lleno o no de los requisitos legales, pero lo cierto es que dieron con su paradero.
Pero, al margen de lo anterior, conviene preguntarse qué fue lo que generó ese —si se nos permite la expresión— desmedido interés del alcalde por solucionar el caso. ¿Acaso este no es otro de los tantos —cientos, miles— que a diario azotan a la ciudad? ¿Acaso no se presentan a diario en la ciudad delitos más graves que ese hurto calificado? ¿Será que el interés desmedido del alcalde por resolver el caso no deviene tanto de su gravedad, sino por el hecho de haber sido grabado con la cámara de un teléfono móvil y posteriormente lanzado a las redes sociales con la esperada consecuencia de haberse convertido en tendencia?
Pues bien, quizá podamos encontrar algunas luces para responder estos interrogantes en una de las célebres obras del recién fallecido filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que lleva por título: Tiempos líquidos: Vivir en una época de incertidumbre. En ella, Bauman, entre otros importantes asuntos relativos a las estructuras sociales actuales, reflexiona sobre cómo desde hace por lo menos una década los gobiernos de turno buscan desesperadamente su legitimidad no en la corrección de las manifiestas inequidades que azotan a las sociedades contemporáneas (“la degradación social contra la que el Estado social juró —en vano— proteger a los individuos”), sino en la idea de proteger a los ciudadanos de toda clase de peligros externos que amenacen su seguridad personal (encontramos entonces a un enemigo externo: el pedófilo, el terrorista, el narcotraficante, el asesino en serie… el fletero).
Y precisamente esa fórmula, consciente o inconscientemente, fue la que adoptó el alcalde después de haber visto convertido en viral el video que mostraba a los tres fleteros en la autopista Norte asaltando un vehículo que se encontraba atascado en el tráfico insoportable de la ciudad. Esa fórmula, además de resultar absolutamente injusta con el resto de víctimas de ese mismo delito —pues sus casos merecen la misma atención y reacción por parte de las autoridades—, muestra que para los gobiernos de turno es mucho más fácil y eficaz desde el punto de vista mediático desplegar de manera espectacular un operativo policial para contrarrestar un caso aislado de fleteo que diseñar, estructurar y poner en marcha unas políticas que permitan superar la degradación social en que se encuentra sumida la ciudad (con unos índices de pobreza e inequidad alarmantes, como lo revela el coeficiente de Gini en la ciudad, que para el 2014 estaba en el 0,526, superando la media nacional) y que a su turno se convierte en uno de los factores determinantes de la alta criminalidad.
Pero, como en la era de la posverdad, o en estos tiempos líquidos, es más fácil y eficaz gobernar desde las redes y para las redes, el alcalde prefirió el camino más corto para legitimarse con la ciudadanía.
