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Andrés Duque Solís
06 de noviembre de 2023 - 02:00 a. m.
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Mi historia con Fernando Botero empieza en Medellín con Miquel Barceló. A lo largo de mi vida he estado en un centenar de museos, pero el primero que visité, llevado de la mano de mi abuela, fue el Museo de Antioquia. Yo era un niño y el museo, en su versión moderna inaugurada en el 2000, también lo era.

Claro que recuerdo haber sido cautivado por el emblemático estilo de mi coterráneo, pero mi recuerdo más vivido de ese día es un zapato. Nunca olvidaré cómo, entre el estupor y el humor, le pregunté a mi abuela por qué alguien había pegado una zapatilla vieja, la más humilde de las prendas, en la esquina de un cuadro. Lo que siguió fue una conversación, entre un nieto y una abuela, con más de cinco décadas de diferencia entre ellos, a propósito de la abstracción en el arte. Ninguno de los dos comprendía muy bien, pero ambos nos contentamos en concluir que el arte no tenía que ser literal y que la meta no era siempre el realismo.

La obra que estábamos comentando se llama Caminar (1997), de Miquel Barceló. Una explosión de amarillos, ocres y tonos tierra que convergen, sí, en un zapato en la esquina inferior de la pintura. Un espectáculo visual pero a la vez tan táctil, que desafía todas las alertas de “no tocar”.

Ese recuerdo sensorial indeleble no habría sido posible si no fuera por Botero. ¡Gracias, maestro! Porque fue Botero quien tuvo la visión de darle a su tierra natal un monumento, un símbolo de su gravitas, un lugar de encuentros (de un niño con su abuela, de un niño con Barceló, de una ciudad con el arte). No una escultura (aunque sí las hubo y muchas), sino una institución. Un Museo de Antioquia que hoy se abre paso entre los voluminosos bronces de la plaza y que alberga las obras donadas por Botero, las de su pincel y las de su impresionante colección de arte internacional. Es así como llegó Barceló a Medellín y con él, Francis, Stella, Rauschenberg y muchos otros. Todos, de la mano generosa de Botero, generosidad que ejercía tanto en la vida como en su arte.

Lo mismo ocurriría en Bogotá, con una donación, igualmente impresionante, al Banco de la República. Hoy los capitalinos y los foráneos (todos “vecis”, en cualquier caso) tienen el privilegio de visitar gratuitamente, seis días a la semana, un complejo de museos en el centro de la ciudad que, además de boteros, tienen una exquisita selección del arte nacional e internacional.

Son muchas las conversaciones sobre arte que propició Botero. No solo puso a hablar a ese niño y esa abuela sino a Colombia entera acerca del arte. Sea cual sea, todos en Colombia tenemos una opinión sobre la obra de Botero. ¡Gracias, maestro!

Botero, a su manera —a sus miles de maneras—, era un genio. Personalmente, prefiero su obra más temprana, esa que se encuentra en la colección del Museo Nacional de Colombia. La serenidad caribeña en Coco (1951), la solemnidad universal de Cabeza griega (1954) o el infernal dinamismo de Arzodiablomaquia (1960). Aunque pintor prolífico, es en su faceta de escultor que se puede apreciar más directamente la genialidad de su estilo. Objetos banales se vuelven rotundos y masivos; las bestias, con enormes patas y orejas minúsculas, se vuelven míticas.

Botero con su obra, como García Márquez con sus letras, nos invita a lo imposible. Instrumentos musicales con cajas de resonancia tan pequeñas que ahogarían cualquier sonido, aves con garras tan voluminosas que nunca podrían dejar el suelo. Y sin embargo, por supuesto que escuchamos las guitarras y claro que creemos en el vuelo improbable de esas palomas.

Pintó la sangre de Jesucristo, de Pablo Escobar, de los presos de Abu Ghraib y de los toros (sangre es sangre y se pinta de rojo siempre). Retrató la festividad y la violencia siempre con una paleta atrevida, retadora. Trajo a la Gioconda a las cordilleras colombianas. Y cabalgando en su apellido, llevó a Colombia al mundo entero. Cuando 10 kilos de explosivos destruyeron su paloma en el parque San Antonio de Medellín, hizo otra idéntica para ponerlas lado a lado (¡cuánto coraje!). Y cuando Colombia nuevamente puso la paz sobre papel, le regalaría al país otra paloma de la paz (¡cuánta generosidad!).

Las esculturas de bronce oscuro repartidas en la plaza Botero de Medellín tienen todas parches dorados en aquellas partes que la gente toca una y otra vez. Ojalá Botero mismo haya descansado sabiendo que también él nos tocó a los colombianos y que todos tenemos un lado más brillante gracias a él. ¡Gracias, maestro!

Por Andrés Duque Solís

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