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La artificialidad del odio

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Columna del lector
06 de julio de 2015 - 03:00 a. m.
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MILES DE ESPARTANOS Y atenienses se encuentran frente a frente sobre el campo en tiempos de las guerras del Peloponeso.

El devastador desenlace de tal encuentro se vislumbra previsible, pues difícilmente un hombre se encontrará frente a su enemigo sin descargar sobre su cuerpo el odio alimentado por décadas de confrontación. Perece imposible que en tal escenario, humanos antagónicos permanezcan calmos ante el potencial de la agresión.

Sin embargo, fue así como en aquella ocasión permanecieron estos hombres. Enemigos acérrimos mirándose sin la intención de aniquilarse y todo por una simple razón: el campo sobre el que estaban parados en ese momento no era el campo de batalla, era el campo de los juegos olímpicos.

Cada cuatro años los griegos celebraban sus justas deportivas y durante ellas proclamaban la tregua olímpica con la que paralizaban toda confrontación bélica, permitiendo el desarrollo de esta importante expresión de su vida cultural y haciendo del odio algo que podía ponerse y quitarse, al igual que la armadura.

Este aspecto de la historia griega me recordó una situación que presencié hace unos años durante mi trabajo como facilitador de procesos de reintegración psicosocial con excombatientes del conflicto armado colombiano.

Realizábamos con los participantes emotivos encuentros para compartir experiencias, así como jornadas de formación en competencias ciudadanas. Fue al momento de tomar el refrigerio intermedio cuando dos de aquellos hombres quedaron sentados cerca y se pusieron a conversar. De pronto alcancé a escuchar la pregunta que en voz baja y con complicidad le hizo uno al otro:

—¿Y usted, de qué bloque era?
Ante lo cual, el otro hombre lo miró y respondió:
—Del bloque Central de las Farc. ¿Y usted?
El hombre lo miró con asombro y respondió:
—Del bloque Calima de las Auc.
Los hombres permanecieron mirándose con desconcierto y parecía inminente el desastre. Los segundos se hicieron eternos y silenciosos mientras masticaban y se entrecruzaban miradas. La tensión subió insoportable hasta que finalmente uno de los hombres se levantó de su silla y dijo:
—Estaba buena la empanadita.
Y el otro complementó:
—Uy sí, yo tenía mucho filo. Bueno, vamos pa’l taller.

Años después comprendí lo que allí había sucedido. Al descubrir que aquel hombre con el que ese día habían reído, jugado, llorado y aprendido era nada más ni menos que su enemigo, ambos se percataron de la estupidez de la guerra, descubrieron la artificialidad del odio y, con ello, finalmente, para estos hombres la guerra acabó. No fue necesario hacer ningún acuerdo ni firmar ningún pacto de no agresión. Ante el espejo de humanidad que cada uno encontró en el otro, el odio simplemente se esfumó.

Es así como griegos de hace 25 siglos y colombianos de hoy nos pueden enseñar verdades humanas de todos los tiempos y lugares: el odio no es una poderosa fuerza que domina nuestra conciencia y determina nuestras acciones, es tan sólo una alternativa creada y elegida por nosotros los humanos. Lo hemos construido, transformado y usado a voluntad, y a voluntad podemos desecharlo cuando lo queramos. Sólo basta darnos cuenta de su inutilidad y demostrarnos que es tan vulnerable que desaparecerá tan sólo con que decidamos dejar de utilizarlo.

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