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Varios sucesos de las últimas semanas han convocado a la paternidad como atributo del buen nombre público, como recurso justificativo para no asumir las obligaciones de un cargo, y como el poder autoritario que quiere ejercerse sobre los cuerpos que pueden gestar y la libre elección de la maternidad. En todos los casos se muestra como un atributo de un Estado conservador y patriarcal.
En las acusaciones de acoso y abuso sexual contra el director de cine Ciro Guerra, la paternidad ha surgido como un recurso tanto para afirmar su derecho al buen nombre público, pues es padre de dos hijos, como para responder a las acusaciones acudiendo a la vía judicial. En el primer caso, no hay duda de que sus hijos merecen respeto y protección, lo que es inquietante es que la identificación como padre aparece como una forma de cancelar las acusaciones e incluso de volverlas impertinentes y nocivas, desviando, además, al sujeto de la agresión: ya no es Ciro Guerra el acusado sino las mujeres denunciantes que, en cuanto tales, agreden esa paternidad. La respuesta de Guerra de acudir a las instancias judiciales es por supuesto parte del ejercicio de su derecho a la legítima defensa, pero tiene un dejo patriarcal muy marcado, sabiendo como sabemos que el aparato jurídico en Colombia es altamente impune en los casos de delitos sexuales y que su base es patriarcal, como lo reconfirman una y otra vez las revictimizaciones de las que son objeto las personas que acuden a él para hacer sus denuncias, pero también porque el texto periodístico que documenta los testimonios de las ocho mujeres que acusan a Guerra deja claro que ninguna lo denunció penalmente y que no necesariamente la instancia judicial les proporcionaría el tipo de reparación o justicia que necesitan.
Probablemente fuimos varios quienes nos preguntamos a dónde se iría de viaje el fiscal general con familia y cercanos en el pasado fin de semana de festividad nacional, y los que vienen, dado que no solo defendió su cuestionado viaje a San Andrés en plena pandemia y con poca claridad sobre su financiación, sino que arguyó que ante todo era padre y que daría prelación a ello siempre que fuere necesario. Aunque no se trata de controvertir su rol de padre sí resulta significativo que sea el Fiscal General de la Nación, el segundo cargo público más importante de Colombia, como a él le gusta decir, quien afirme que primero es papá que fiscal, como si esa paternidad lo relevara de las obligaciones de su cargo o lo eximiera de la ley que como fiscal debe primero cumplir. La paternidad vuelve a emerger acá como un argumento irrefutable que busca cancelar el cuestionamiento del que el fiscal general estaba siendo objeto, y los datos que hemos venido conociendo de sus otros viajes, tanto como fiscal o en su anterior cargo en el alto gobierno, demuestran su uso autoritario del cargo para acceder a privilegios que luego justifica con su paternidad. La palabra del padre se vuelve aquí inobjetable, lo cual –lejos de contradecir– refuerza la vinculación del Estado con la ley –y el privilegio– del padre.
La reciente propuesta de la senadora del Centro Democrático María del Rosario Guerra de exigir el concepto del padre para acceder a la interrupción voluntaria del embarazo no solo es inviable en términos constitucionales, sino que significa un claro y penoso retroceso no tanto en los derechos adquiridos –que al menos por ahora no sufrirán este asalto–, pero sí en las ideas que se vuelcan al espacio de lo público para construir lo político. Como suele ocurrir en ese partido, la propuesta es lanzada por una voz femenina para generar ruido y evadir las críticas obvias si fuese pronunciada por una voz masculina, pero también para mostrar a las mujeres de esa colectividad como las más retrógradas y sacrificables en la contienda política y, ciertamente, como las más aliadas del orden patriarcal, las orgullosas representantes de un poder que las subordina y oprime. El que el “padre” deba dar su consentimiento para la interrupción voluntaria del embarazo no solo anula esa segunda palabra, “voluntaria”, y con ello el derecho de las mujeres y personas gestantes a decidir sobre su cuerpo, sino que confunde perversamente la razón que fundamenta las tres causales hoy existentes en Colombia para el aborto legal; lo que aquí se pone en el centro es una noción de paternidad incuestionada y autoritaria: el padre como la voluntad dominante, como el gran ordenador, y su corpus legal como la autoridad a la que los demás cuerpos sacrifican sus derechos.
Es esa ley del padre la que le ha dado juego a todos los que desde los ámbitos jurídico y médico se han negado a garantizarles a las mujeres y personas gestantes su derecho a la interrupción voluntaria del embarazo en las tres causales hoy aprobadas en Colombia, la misma que hace apenas unos meses volvía a llevar a la Corte Constitucional la iniciativa de derogar esas causales, la que pone en cuestión testimonios y denuncias de víctimas, la que impide que los procesos judiciales avancen en la mayoría de los casos. Uno de los usos de lo público es justamente la posibilidad de abrir y ampliar los marcos de comprensión y de acción, permitirnos pensar más y hacer más, por ello no es insignificante que ideas como estas se pongan en el debate público, buscando desandar y restringir lo que como sociedad hemos avanzado en libertades y derechos.
Quizá la imagen que recoge de forma más precisa todos estos sentidos sea la famosa pintura del español Francisco de Goya, Saturno devorando a su hijo, en la que la ley del padre se muestra en toda la crueldad de su totalitarismo, en su incapacidad de abrirse a mundos y tiempos más justos y libres.
Coda. Hay que decir que el contralor, que viajó con el fiscal, no puede salir libre de interrogaciones y críticas de este episodio, siendo el encargado de velar por el buen uso del gasto público, función que queda en entredicho con las pocas claridades que han aportado al respecto.