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En la entrevista que concedió en radio el pasado 20 de marzo, el controvertido magistrado Pretelt dijo algo que es pertinente rescatar. Mi propósito, al hacerlo, es señalar dos implicaciones que quizá orienten al “ciudadano de a pie” preocupado por el estado actual de la institucionalidad jurídica colombiana.
Pretelt afirmó que, dado que la costumbre de “conversar” en privado con los abogados involucrados en los procesos es practicada por casi todos los miembros de la Corte, retirarlo a él del cargo no iba a terminar con las prácticas non sanctas de sus colegas. No me detendré aquí a analizar los vericuetos éticos de la afirmación, entre otras porque él se cuidó de no justificar en la práctica colectiva su falta individual (la cual reconoció). Sí quiero señalar que, de ser cierta la acusación que elevó sobre sus colegas, al señor Pretelt le puede sobrar cinismo pero no le falta razón.
Estudios en psicología social han puesto en evidencia un fenómeno interesante. Individuos perfectamente normales (en el sentido estadístico del término) pueden ser capaces de exhibir comportamientos antisociales (por ejemplo, hacerles daño físico extremo a otros), violando incluso su propio código moral, si son puestos en contextos que refuerzan dichos comportamientos (por ejemplo, estar ante la presencia de una figura de autoridad percibida como legítima que incita a actuar de determinada manera).
El mensaje de fondo de estos hallazgos es contundente: el contexto social incide profundamente en el comportamiento humano. Si se acepta esta conclusión es preciso descartar la explicación alternativa según la cual si alguien “se comporta mal” (o bien) es única o principalmente porque hay algo intrínsecamente malo (o bueno) en él. La metáfora de la “manzana podrida” ilustra más fácilmente esta explicación: si hay una manzana podrida entre varias, esta terminará pudriendo a las otras. Por implicancia, para evitar la podredumbre colectiva basta con remover la manzana podrida. Esta explicación es generalmente compartida por quienes —por miopía o elección— abrigan visiones taxativas, fundamentalistas e inflexibles de la moral. Resulta, claro, que la realidad es más compleja. Siempre será más difícil aceptar que nadie está potencialmente exento de comportarse como aquellos a quienes juzga.
De ahí que Pretelt tenga razón: si la falla es sistémica (esto es, si la podredumbre está en la canasta), ¿sirve de algo su renuncia? En un sentido sistémico, no: el mal seguirá estando ahí, porque depende de un conjunto complejo de reglas y estructuras (y no de un solo individuo). Ahora bien, ¿justifica esto la actuación de quienes se desvían de la ley? En absoluto: cada individuo debe responder por sus actos, al margen de que esos actos estén fuertemente condicionados por un contexto permisivo. La responsabilidad, finalmente, es tanto del entorno como del individuo. Si no fuese así todos seríamos, inexorablemente, pasivas “víctimas de las circunstancias” y no habría personas capaces de resistirse a las prácticas corruptas.
De estas reflexiones se desprenden dos implicaciones. La primera es que conviene cultivar una visión menos ingenua sobre el funcionario público (incluyendo magistrados rozagantes como las manzanas): nada permite suponer que su comportamiento individual esté naturalmente orientado al bien común. La segunda es que, bajo el anterior supuesto, la gracia no está tanto en encontrar individuos “sin tacha”, como sí en diseñar mecanismos (instituciones, reglas de juego) que “atajen” comportamientos ilícitos cuando haya riesgo de que se presenten.
Flaco favor nos harán aquellos responsables de las varias reformas en curso si ignoran estas sencillas ideas.
