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La mediocridad del prohibicionismo como política de estupefacientes

Carolay Orozco Puello

20 de agosto de 2023 - 09:00 p. m.

Abordar el asunto de las sustancias psicoactivas me representa cierto grado de dificultad, no tanto a la abogada especialista en derecho administrativo como a la mujer proveniente de una familia conservadora de clase media-baja del Caribe colombiano. Estudié en colegios distritales justo antes de cursar mi pregrado en la Universidad de Cartagena. Por ahí en quinto semestre descubrí que desde siempre los pasillos habían estado oliendo a marihuana y fue por eso —y por alguna sobredosis de cafeína— que se me ocurrió plantearle al director del semillero de investigación al que asistía la inquietud sobre los innumerables vacíos existentes en la regulación de estupefacientes. Recuerdo bien sus palabras ante mi idea de empezar la respectiva investigación: “Si lo que quieres es primicia, escribe tu tesis sobre matrimonio homosexual. Eso está más cerca”.

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En el 2015 vine a Bogotá gracias a la inusual oportunidad de hacer mis prácticas para grado en el Palacio de Justicia. No me tomó ni dos minutos decidirme ante la posibilidad de migrar para aprenderle de cerca a un célebre funcionario y catedrático reconocido en la academia a escala nacional. A los pocos meses de vivir aquí visité por primera vez un bar de música electrónica gracias a la invitación de una generosísima compañera de trabajo. Esa primera noche rodeada de gente que va a hacer aeróbicos vestida de negro fue bastante aleccionadora para mí como cartagenera amante del vallenato nueva ola y la champeta africana. Hasta ese momento mis noches de estudio transcurrían escuchando música clásica, pero esa noche mi cerebro encontró en los beats un nuevo portal hacia la concentración forzada. Terminé alejándome de esos espacios porque en la mayoría de mi círculo social seguían predominando los amantes de los géneros latinos que repudian el “chispún chispún” y, además, la energía que se suele percibir en esos escenarios concurridos por consumidores habituales de estupefacientes es bastante densa.

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La vida siguió entre el trabajo y las actividades extracurriculares que ofrece la diversa Bogotá, hasta que, por cosas de la vida, en 2019 me topé de frente con el proyecto Échele Cabeza, de la ONG Acción Técnica Social. Larga idea hecha corta: un grupo de seres humanos instruidos trabaja incansablemente en la prevención y reducción de daños actuales o inminentes asociados al consumo de sustancias psicoactivas, legales o ilegales. Un ente privado sin ánimo de lucro tomándose el trabajo de montar una especie de laboratorio móvil en ciertos eventos musicales masivos para analizar gratis aquella droga sintética que usted decidió consumir, limitándose a informarle sobre el modo adecuado de dosificarse, los riesgos de mezclar sustancias distintas, la necesidad de hidratarse al alcanzar estados alterados de conciencia o simplemente advirtiéndole si la sustancia está adulterada y podría causarle un daño severo en su sistema nervioso central o la muerte. Cuando entendí lo que tenía en frente, la provinciana de familia conservadora estalló pensando que eso estaba mal porque equivale a promover el consumo de sustancias ilegales, que quiero ser mamá pero este mundo está perdido y que nuestro narcotraficante antioqueño estrella estaría revolcándose en su tumba. Afortunadamente, la abogada —que ya cursaba su especialización en la Universidad Javeriana— se tornó imponente y creó la opinión que subsiste hasta el sol de hoy: un particular está trabajando con las uñas para lidiar con situaciones que en principio deberían ser gestionadas por un “Estado social de derecho organizado en forma de república unitaria (…) democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general” (artículo 1.° de nuestra Constitución).

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Tal vez continúan vigentes las palabras de aquel docente brillante del pregrado. Pero ya en este punto mi experiencia personal y profesional me ha dotado de la entereza necesaria para afirmar categóricamente que los deberes del Estado son lo que son, aun cuando no compaginen con nuestros puntos de vista. La salud es un derecho fundamental que bajo ninguna premisa debe ceder ante los estándares morales, mucho menos en un país que se ha visto tan golpeado por el irónico dualismo entre la creciente industria del narcotráfico y la implacable guerra contra las drogas promovida por Richard Nixon en 1971. Cincuenta años después, a esta sociedad se le secan con creces los pañitos de agua tibia consignados en los primeros artículos de la Constitución de 1991 y en la Sentencia C-221 de 1994, que simplemente tuvo la decencia de debilitar la estigmatización de los consumidores funcionales de sustancias cuyo tráfico se constriñe con todo el poder de nuestra fuerza pública.

Como ciudadana, creo que la gente no debería consumir drogas recreativas como si fueran agua. Como mujer, tengo miedos derivados de la normalización del consumo habitual de cualquier cosa que altere el sistema nervioso central. Pero como profesional sé que el Estado colombiano está en mora de renovar en todos sus ejes la política de drogas y de reglamentarla con seriedad, porque es penoso que precisamente en un país con nuestra historia el enfoque prohibicionista prevalezca sobre la imperiosa necesidad de concebir los estupefacientes como lo que son: algo que solo compete al Estado en términos de salud pública, con tanta trascendencia y sed de reglamentación como cualquier otro flagelo sociocultural.

Por Carolay Orozco Puello

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