Todavía recuerdo cuando iba al estadio con mi papá a ver a Millonarios y el equipo salía desde el lado norte de la tribuna occidental.
Por Sergio Anzola
Si la memoria no me falla, la jornada de lo que en esa época se llamaba la Copa Mustang, se jugaba en su totalidad los domingos a las 3:30 de la tarde. Como los partidos aún no se transmitían por televisión, no había necesidad de desordenar el calendario y poner a los equipos a jugar en horas y días distintos para que los televidentes pudieran ver (o mejor, consumir) todos los partidos sin perderse de nada.
Como no había transmisión en vivo, el partido no empezaba a las 3:30 en punto. Había algo de tiempo para que los equipos se demoraran y aumentara la expectativa y la tensión entre las hinchadas. Millonarios salía por el lado norte y Santa Fe o el equipo que jugara de visitante salía por el lado sur. No había un orden específico. Unas veces salía primero Millonarios, otras veces el otro equipo. Me emocionaban muchísimo esos dos o tres minutos de espera. Las porristas hacían un corredor que empezaba donde terminaba el túnel inflable. Veía a los jugadores salir corriendo velozmente como corren los toros cuando los sueltan en las corridas. Verlos salir corriendo era emocionante pues la tensión previa no se diluía lentamente, sino que estallaba en esos pocos segundos donde la mitad del campo era poblaba por 11 camisetas azules. El estruendo de gritos, tambores y cornetas acompañaba la salida de cada equipo.
En esos años los equipos no calentaban en la cancha como lo hacen ahora. Lo hacían en los camerinos o en los espacios internos del estadio adecuados para eso. Incluso, si no había espacios para eso, lo hacían en cualquier sitio donde hubiese espacio para jugar con el balón. Para mi era fascinante imaginar cómo era ese ritual previo al partido. Nunca pude entrar al camerino de El Campín, razón por la cual tenía que imaginar como era. Tampoco sabía de qué hablaban los jugadores antes del partido, qué pomadas se untaban para afinar sus músculos o qué música escuchaban para motivarse. Una vez salían al campo se tomaban “la foto que nunca sale” y luego pateaban algunos balones: unos remates al arco, unos cambios de frente, trote suave y algunos cambios de ritmo en velocidad para quemar el primer aire. Para mi esto era realmente mágico y emocionante. Cada ritual previo a los partidos era diferente y, de cierta forma, la ausencia de protocolos rígidos hacía que la distancia entre el futbolista profesional y el amateur fuera más corta. Los minutos previos al partido se asemejaban de alguna forma al calentamiento del partido de barrio o de torneo empresarial. Ahí están ellos, los profesionales, pero ahí estamos también nosotros, los que no llegamos.
No sé cómo lo vivan los niños ahora, pero yo detesto los nuevos protocolos del fútbol. No sólo del fútbol colombiano, sino del fútbol regido por la FIFA. La intensa comercialización del espectáculo del fútbol le ha quitado mucho de su autenticidad y magia. Ahora, debido a los derechos televisivos y al mantra que rige la televisión, según el cual “el tiempo es oro”, los dos equipos en contienda deben salir a la cancha al mismo tiempo, cumpliendo un horario estricto. Los árbitros lideran las filas y algunos niños sostienen una bandera del fair play. Salen caminando cómo si entrar a la cancha fuera lo mismo que entrar a una oficina (los defensores del fútbol moderno dirán que ahora los futbolistas son profesionales y, bajo esa lógica, la cancha es su oficina). Las cámaras que transmiten el partido fisgonean lo que antes no habíamos visto: las entrañas del estadio. Todos esos túneles que tenía que imaginar cuando era pequeño. Todo queda a la vista (y no son tan chéveres como yo los imaginaba). Vemos a los jugadores de Millonarios abrazar a los de Nacional, hacer chistes entre ellos, saludar a los periodistas. No parece que fuera realmente una contienda entre dos equipos. Parece, más bien, una obra de teatro donde cada uno tiene un rol que desempeñar. Una rivalidad que sólo dura 90 minutos. Antes del partido y después de él, los equipos, las rivalidades y la historia no existen. Solo existen jugadores intercambiables. Hoy en Millonarios, mañana en Santa Fe, pasado mañana en Nacional. Una prueba de esto es que de hace cinco o seis años hacia acá es muy difícil pensar en un jugador que sea realmente un referente de su equipo como lo fueron Alexis García o Higuita en Nacional o Adolfo Iguarán o el Pájaro Juárez en Millonarios. Hoy en día el mercado es enemigo de las lealtades.
La comercialización excesiva del fútbol cambia, evidentemente, la forma en la que lo vivimos. Es cierto que hoy tenemos un torneo nacional con mejor nivel que el de antes. Tenemos mejores jugadores y, en algunos casos, clubes que respetan sus derechos laborales. Esto pasa en gran medida gracias al dinero que acompaña la comercialización (derechos televisivos, patrocinios, merchandising, etc.).
Pero no es menos cierto que la relación entre el hincha y su equipo cambia radicalmente. Hoy consumimos imágenes (repeticiones de los goles en televisión o en canales de Youtube, entrevistas a los jugadores en el estadio, en la sede del club o en sus casas, cuentas de Instagram, etc.), ya no tenemos la fortuna y el placer de producirlas nosotros mismos a través de nuestra imaginación. Ya hemos visto tantas veces y tan de cerca sus caras que han perdido todo misterio. La rutina de calentamiento la conocemos a la perfección. Algunas veces, cuando llegamos tarde al estadio, los jugadores ya están ahí en la cancha antes que nosotros. Ahora durante la semana no tenemos que esperar ansiosamente para verlos hasta dentro de 15 días cuando vuelvan a jugar de local. Cada noche, en el noticiero o en internet, tendremos acceso a ellos. El fútbol profesional y la vida del futbolista ha dejado de ser ese espacio misterioso que llenamos de contenido a través de nuestra imaginación y ha pasado a ser un producto que consumimos diariamente. Como el papel higiénico. Sergio Anzola