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La soledad del Catatumbo: carta a un Estado ingrato

Columna del lector

22 de abril de 2018 - 11:00 p. m.

Por Magda Páez Torres

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Yo nací en la tierra olvidada del Catatumbo y allí, aún, vive mi familia. Todavía retumba en mis oídos el sonido de las balas, el doloroso recuerdo de dos tomas guerrilleras, la mirada cruel de los paramilitares, cuando se tomaron la zona para acabar de minar de muertos un territorio que no ha tenido un segundo de paz.

Hoy, casi tres décadas después, aún doblan las campanas, las mismas que hace unos años sonaban día y noche para anunciar el fin de alguna vida por la guerra entre el Eln y los paras, en los años 90. Es como si el tiempo no hubiera pasado: el Catatumbo sigue a merced de la violencia, en un venenoso coctel de narcotráfico, armas y reclutamiento, pues las promesas de intervenciones, de lucha contra los criminales y mejoras sociales, de los diversos gobiernos, se quedaron en intenciones. Y allá, en mi pueblo, El Carmen, la gente aún llora y se esconde, pues hay un estado dentro del Estado, en el que impera la ley del miedo y del silencio.

Ahora son los Pelusos (Epl) en una cruenta guerra con el Eln, mientras los civiles atajan las balas, huyen despavoridos con lo que cabe en los bolsillos, o se encierran en sus casas, en un secuestro vil e inhumano, bajo su propio techo. Sí, los dos grupos armados se disputan una tierra de nadie, sin Dios ni amparo, con la alcahuetería de un Estado fallido, que le entregó el Catatumbo a la guerra, y cuando le salieron nuevos brazos al pulpo, le dio la espalda, sin remordimientos.

En la mayoría de estaciones de policía de los municipios que conforman la región: Tibú, Convención, El Carmen, Teorama, Hacarí, El Tarra, Ábrego, Ocaña, San Calixto, reposan atrincherados no más de 10 o 15 uniformados, que en algunos pueblos ni siquiera pueden salir a la esquina, porque también los matan. Son ellos, simplemente, una muestra de que al Estado le quedó grande el Catatumbo, se le salió de las manos, desde hace mucho tiempo, y hoy sólo cumple con el deber constitucional de hacer acto de presencia en la zona, con una fuerza pública maniatada, que, como dijo hace pocos días el comandante de Teorama, Juan Carlos Cárdenas, no se va a hacer matar enfrentando al enemigo, porque allá quienes ponen las reglas son los criminales. Epl y Eln se disputan el control de un territorio que, se supone, debería controlar el Estado. ¡A ese precio están las cosas!

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Duele el alma cuando uno escucha al Gobierno negar la realidad de la profunda crisis social que allí se vive. Ministros de Defensa y del Interior que, en lugar de enfrentar la andanada, salen sin ninguna vergüenza a esconder el problema, y a ofrecer paños de agua tibia, desde la comodidad de sus escritorios. ¡No hay derecho a tanta desidia! ¡No hay derecho a que los campesinos pierdan sus cosechas porque está prohibido –por grupos ilegales– el tránsito de vehículos en la zona! ¡No hay derecho a que los enfermos tengan que ser escoltados para trasladarlos a hospitales de tercer nivel! ¡No hay derecho a que más de mil habitantes hayan tenido que salir de sus casas, porque era eso o la muerte! ¡No hay derecho a que doblen y doblen las campanas, sin que nadie pueda callarlas!

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Ya no vivo en el Catatumbo, pero una parte de mi ser sigue allá. Cada año regreso, visito a mi familia, y vuelvo al interior con el mismo nudo en la garganta de décadas atrás... Con la imagen de una tierra próspera que se quedó sin alma, porque se la mataron a quemarropa los violentos. Yo vi salir a campesinos de sus tierras, despojados por criminales; vi morir a gente a la que también vi crecer; vi a jóvenes desorientados lanzarse al combate, porque los jalaban desde cada uno de los bandos y, al final, no tenían otra opción; vi caer fuego del cielo, o mejor del infierno, mientras la guerrilla se tomaba el pueblo, y sacaba a la gente de las casas para que caminara entre proyectiles y buscara refugio en otro lado. Yo vi a los paramilitares patrullar el municipio y torturar a inocentes ante la mirada indiferente de las fuerzas estatales. Fui de la generación que, cualquier tarde, mientras recorría el parque con sus amigos, tuvo que salir corriendo a casa, porque decían que la guerrilla ya venía.

He visto al Catatumbo llorar, lo he visto agonizar y revivir en medio de la soledad y el abandono estatal. Ojalá, señor presidente Santos, antes de sacar sus maletas de la Casa de Nariño, le dé la cara a este pueblo olvidado, a tantos civiles que han visto el horror de la guerra y que han tenido que convivir con la muerte. ¡No más descalificativos para el Catatumbo, que es lo único que hemos recibido de parte de este Gobierno, no somos el "Bronx de Colombia"! Es cierto que ustedes, los dirigentes, dejaron incubar una semilla de crimen, odio y miedo en nuestra tierra, pero allí también hay mucha gente honesta, que se gana la vida a pulso, sin comulgar con ningún bando criminal, y que sueña con que el Estado de verdad llegue a sus puertas, pues, aunque duela decirlo, el Catatumbo no ha existido para ningún gobierno, ni para ninguno de los políticos que van y pescan votos en un río revuelto de problemas, pero después se les olvida el camino de retorno.

He visto por años la soledad del Catatumbo, su resistencia, su coraje para no sucumbir. Ojalá sea el Estado el que se gane el control de esta tierra de nadie, como debería ser en un país decente. Nuestro talante es no rendirnos y, con seguridad, seguiremos en pie, resistiendo los embates de la violencia, como por tantos años nos ha tocado: en silencio, en soledad... mientras soñamos con que nuestros gobernantes –elegidos con "nuestros" votos– recuerden que el Catatumbo también es parte de esta ingrata Colombia.

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