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Cuando uno cree haberlo visto todo en este país del sagrado corazón de Jesús, se desempolva en Valledupar una infame historia, como queriéndose resistir al olvido y a la impunidad, de cómo un grupo de familias distinguidas que detentaron el poder provinciano decidieron repartirse arbitraria y burdamente una importante pinacoteca integrada por obras de Omar Rayo, Germán Tessarolo, Oswaldo Cuayasamín, Enrique Grau, Henry Rodas, Carlos Jacanamijoy, entre otros no menos importantes, y una invaluable colección de artesanías y reliquias precolombinas muchas de ellas certificadas como auténticas por el prestigioso antropólogo austriaco Reichel Dolmatoff.
Un latrocinio que para la época, encubrieron bajo el descarado argumento que el sitio donde la administración municipal las tenía expuestas (el tercer piso de la Casa Municipal de la Cultura) había sido invadido por murciélagos, cuyo guano las habría contaminado y destruido en su totalidad, pero que a los meses terminaron por arte de magia exhibidas sin ningún pudor, pero sí con mucho orgullo señorial, en las salas y comedores de los implicados en ese saqueo al patrimonio cultural del departamento. Un dato no menor es que en esas viviendas decoradas con piezas hurtadas es en donde esos miembros de lo que yo llamo burguesía veredal suelen atender con parrandas vallenatas, whisky y viandas al jet set político nacional.
Hoy, en Valledupar, el episodio es reconocido como cierto por artistas plásticos, promotores culturales, autoridades cívicas y políticas que conocen perfectamente el paradero de esas piezas arqueológicas y artísticas, pero como suele ocurrir en estas tierras caribeñas tan vapuleadas por el pillaje de su clase social y política, la capacidad de asombro se pierde ante tanta inmoralidad y el pueblo termina normalizando su desdicha. Y como he indicado en otros escritos, anteponen su supervivencia económica y social a denunciar y confrontar a quienes saben seguirán gobernando en la impunidad.
Hoy Valledupar sigue inmersa en su cotidianidad, se omite el episodio sin dimensionar el valor histórico y cultural de las piezas robadas, los problemas en la Valledupar de hoy son otros no menos graves y las afugias del día distraen, mientras que en la ciudad no para de retumbar el acordeón acompasado con el whisky inagotable que extraen de un alambique infinito, con el que como sociedad han aprendido a maquillar las penas. Varias centenas de episodios de corrupción han trascurrido desde ese robo, tantos que parecen haberse blanqueado unos con otros.
Para las familias que sustrajeron estas piezas, tal vez con la música vallenata el pueblo que gobiernan tiene suficiente; no hace falta hablarles de arte y arqueología. Mientras tanto yo, como quijote y sin ánimo revanchista, anhelo ingenuamente que las piezas sean devueltas para el disfrute cultural de todos y, como en aquella memorable composición vallenata de Rafael Escalona “La Custodia de Badillo: “Nadie ha dicho quién es el ratero aunque todo el pueblo sabe quién se las robo… Las tienen en sus casas… nos rateros honrados.”.
* Exsubdirector de la UNP